(Para 1º Bachillerato)
Tomás de Iriarte: Fábula del asno y
su amo
Quien escribe para el público, y no escribe bien, no debe
fundar su disculpa en el mal gusto del vulgo
«Siempre acostumbra hacer el vulgo necio
de lo bueno y lo malo igual aprecio;
yo le doy lo peor, que es lo que alaba».
De este modo sus yerros disculpaba
un escritor de farsas indecentes;
y un taimado poeta que lo oía,
le respondió en los términos siguientes:
«Al humilde jumento
su dueño daba paja, y le decía:
'Toma, pues que con eso estás contento'.
Díjolo tantas veces, que ya un día
se enfadó el asno, y replicó: 'Yo tomo
lo que me quieres dar; pero, hombre injusto,
¿piensas que sólo de la paja gusto?
Dame grano, y verás si me lo como'».
de lo bueno y lo malo igual aprecio;
yo le doy lo peor, que es lo que alaba».
De este modo sus yerros disculpaba
un escritor de farsas indecentes;
y un taimado poeta que lo oía,
le respondió en los términos siguientes:
«Al humilde jumento
su dueño daba paja, y le decía:
'Toma, pues que con eso estás contento'.
Díjolo tantas veces, que ya un día
se enfadó el asno, y replicó: 'Yo tomo
lo que me quieres dar; pero, hombre injusto,
¿piensas que sólo de la paja gusto?
Dame grano, y verás si me lo como'».
Sepa quien para el público trabaja,
que tal vez a la plebe culpa en vano,
pues si, en dándola paja, come paja,
siempre que la dan grano, come grano.
que tal vez a la plebe culpa en vano,
pues si, en dándola paja, come paja,
siempre que la dan grano, come grano.
Leandro Fernández de Moratín, El sí de las niñas, Escena VIII, Acto III)
DON
DIEGO.- ¿Qué siente usted? (Siéntase junto a DOÑA
FRANCISCA.)
DOÑA
FRANCISCA.- No es nada… Así un poco de… Nada… no tengo nada.
DON
DIEGO.- Algo será, porque la veo a usted muy abatida, llorosa, inquieta…
¿Qué tiene usted, Paquita? ¿No sabe usted que la quiero tanto?
DOÑA
FRANCISCA.- Sí, señor.
DON
DIEGO.- Pues ¿por qué no hace usted más confianza de mí? ¿Piensa usted
que no tendré yo mucho gusto en hallar ocasiones de complacerla?
DOÑA
FRANCISCA.- Ya lo sé.
DON
DIEGO.- ¿Pues cómo, sabiendo que tiene usted un amigo, no desahoga con
él su corazón?
DOÑA
FRANCISCA.- Porque eso mismo me obliga a callar.
DON
DIEGO.- Eso quiere decir que tal vez soy yo la causa de su pesadumbre de
usted.
DOÑA
FRANCISCA.- No, señor; usted en nada me ha ofendido… No es de usted de
quien yo me debo quejar.
DON
DIEGO.- Pues ¿de quién, hija mía?… Venga usted acá… (Acércase más.) Hablemos siquiera una vez sin rodeos ni
disimulación… Dígame usted: ¿no es cierto que usted mira con algo de
repugnancia este casamiento que se la propone? ¿Cuánto va que si la dejasen a
usted entera libertad para la elección no se casaría conmigo?
DOÑA
FRANCISCA.- Ni con otro.
DON
DIEGO.- ¿Será posible que usted no conozca otro más amable que yo, que
la quiera bien, y que la corresponda como usted merece?
DOÑA
FRANCISCA.- No, señor; no, señor.
DON
DIEGO.- Mírelo usted bien.
DOÑA
FRANCISCA.- ¿No le digo a usted que no?
DON
DIEGO.- ¿Y he de creer, por dicha, que conserve usted tal inclinación al
retiro en que se ha criado, que prefiera la austeridad del convento a una vida
más…?
DOÑA
FRANCISCA.- Tampoco; no señor… Nunca he pensado así.
DON
DIEGO.- No tengo empeño de saber más… Pero de todo lo que acabo de oír
resulta una gravísima contradicción. Usted no se halla inclinada al estado
religioso, según parece. Usted me asegura que no tiene queja ninguna de mí, que
está persuadida de lo mucho que la estimo, que no piensa casarse con otro, ni
debo recelar que nadie dispute su mano… Pues ¿qué llanto es ése? ¿De dónde nace
esa tristeza profunda, que en tan poco tiempo ha alterado su semblante de
usted, en términos que apenas le reconozco? ¿Son éstas las señales de quererme
exclusivamente a mí, de casarse gustosa conmigo dentro de pocos días? ¿Se
anuncian así la alegría y el amor? (Vase iluminando lentamente la escena, suponiendo
que viene la luz del día.)
DOÑA
FRANCISCA.- Y ¿qué motivos le he dado a usted para tales desconfianzas?
DON
DIEGO.- ¿Pues qué? Si yo prescindo de estas consideraciones, si apresuro
las diligencias de nuestra unión, si su madre de usted sigue aprobándola y
llega el caso de…
DOÑA
FRANCISCA.- Haré lo que mi madre me manda, y me casaré con usted.
DON
DIEGO.- ¿Y después, Paquita?
DOÑA
FRANCISCA.- Después… y mientras me dure la vida, seré mujer de bien.
DON
DIEGO.- Eso no lo puedo yo dudar… Pero si usted me considera como el que
ha de ser hasta la muerte su compañero y su amigo, dígame usted: estos títulos
¿no me dan algún derecho para merecer de usted mayor confianza? ¿No he de
lograr que usted me diga la causa de su dolor? Y no para satisfacer una
impertinente curiosidad, sino para emplearme todo en su consuelo, en mejorar su
suerte, en hacerla dichosa, si mi conato y mis diligencias pudiesen tanto.
DOÑA
FRANCISCA.- ¡Dichas para mí!… Ya se acabaron.
DON
DIEGO.- ¿Por qué?
DOÑA
FRANCISCA.- Nunca diré por qué.
DON
DIEGO.- Pero ¡qué obstinado, qué imprudente silencio!… Cuando usted
misma debe presumir que no estoy ignorante de lo que hay.
DOÑA
FRANCISCA.- Si usted lo ignora, señor Don Diego, por Dios no finja que
lo sabe; y si en efecto lo sabe usted, no me lo pregunte.
DON
DIEGO.- Bien está. Una vez que no hay nada que decir, que esa aflicción
y esas lágrimas son voluntarias, hoy llegaremos a Madrid, y dentro de ocho días
será usted mi mujer.
DOÑA
FRANCISCA.- Y daré gusto a mi madre.
DON
DIEGO.- Y vivirá usted infeliz.
DOÑA
FRANCISCA.- Ya lo sé.
DON
DIEGO.- Ve aquí los frutos de la educación. Esto es lo que se llama
criar bien a una niña: enseñarla a que desmienta y oculte las pasiones más
inocentes con una pérfida disimulación. Las juzgan honestas luego que las ven
instruidas en el arte de callar y mentir. Se obstinan en que el temperamento,
la edad ni el genio no han de tener influencia alguna en sus inclinaciones, o
en que su voluntad ha de torcerse al capricho de quien las gobierna. Todo se
las permite, menos la sinceridad. Con tal que no digan lo que sienten, con tal
que finjan aborrecer lo que más desean, con tal que se presten a pronunciar,
cuando se lo mandan, un sí perjuro, sacrílego, origen de tantos escándalos, ya
están bien criadas, y se llama excelente educación la que inspira en ellas el
temor, la astucia y el silencio de un esclavo.
DOÑA
FRANCISCA.- Es verdad… Todo eso es cierto… Eso exigen de nosotras, eso
aprendemos en la escuela que se nos da… Pero el motivo de mi aflicción es mucho
más grande.
Mariano José de Larra: Vuelva
usted mañana
--Mirad
--le dije--, monsieur Sans-délai, que así se llamaba; vos venís decidido a
pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.
--Ciertamente --me contestó--. Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizados en debida forma; y como será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso haré valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince, cinco días.
--Ciertamente --me contestó--. Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizados en debida forma; y como será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso haré valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince, cinco días.
Al
llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada que me andaba
retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi
inoportuna jovialidad, no fué bastante a impedir que se asomase a mis labios
una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban
al rostro mal de mi grado.
--Permitidme, monsieur
Sans-délai --le dije entre socarrón y formal--, permitidme que os convide a
comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid.
--¿Cómo?
--Dentro de quince meses estáis aquí todavía.
--¿Os burláis?
--No por cierto.
--¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es graciosa!
--Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.
--¡Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de hablar mal [siempre] de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.
--Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.
--¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.
--Todos os comunicarán su inercia.
--¿Cómo?
--Dentro de quince meses estáis aquí todavía.
--¿Os burláis?
--No por cierto.
--¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es graciosa!
--Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.
--¡Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de hablar mal [siempre] de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.
--Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.
--¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.
--Todos os comunicarán su inercia.
Conocí
que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por
la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los
hechos en hablar por mí.
Amaneció
el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólo se
pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido;
encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación,
declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho
favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de
unos días. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días: fuimos.
--Vuelva
usted mañana --nos respondió la criada--, porque el señor no se ha levantado
todavía.
--Vuelva usted mañana --nos dijo al siguiente día--, porque el amo acaba de salir.
--Vuelva usted mañana --nos respondió al otro--, porque el amo está durmiendo la siesta.
--Vuelva usted mañana --nos respondió el lunes siguiente--, porque hoy ha ido a los toros.
--¿Qué día, a qué hora se ve a un español? Vímosle por fin, y Vuelva usted mañana --nos dijo--, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio.
--Vuelva usted mañana --nos dijo al siguiente día--, porque el amo acaba de salir.
--Vuelva usted mañana --nos respondió al otro--, porque el amo está durmiendo la siesta.
--Vuelva usted mañana --nos respondió el lunes siguiente--, porque hoy ha ido a los toros.
--¿Qué día, a qué hora se ve a un español? Vímosle por fin, y Vuelva usted mañana --nos dijo--, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio.
A los quince días ya estuvo;
pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido Díez, y él había
entendido Díaz y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi
amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.
Gustavo Adolfo Bécquer: Volverán
las oscuras golondrinas
Volverán
las oscuras golondrinas
de tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a tus cristales,
jugando, llamarán.
de tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a tus cristales,
jugando, llamarán.
Pero aquéllas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres...
esas... ¡no volverán!
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres...
esas... ¡no volverán!
Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar
y otra vez a la tarde aún más hermosas
sus flores se abrirán.
de tu jardín las tapias a escalar
y otra vez a la tarde aún más hermosas
sus flores se abrirán.
Pero aquéllas cuajadas de rocío,
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día...
ésas... ¡no volverán!
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día...
ésas... ¡no volverán!
Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar,
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.
las palabras ardientes a sonar,
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.
Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante el altar,
como yo te he querido..., desengáñate,
nadie así te amará.
como se adora a Dios ante el altar,
como yo te he querido..., desengáñate,
nadie así te amará.
Benito Pérez Galdós: La corte de Carlos IV (capítulo I)
Concurrir a la
cazuela del teatro de la Cruz ,
para silbar despiadadamente El sí de las
niñas, comedia que mi ama aborrecía, tanto por lo menos, como a las demás
del mismo autor.
Pasearme por
la plazuela de Santa Ana, fingiendo que miraba las tiendas, pero prestando
disimulada y perspicua atención a lo que se decía en los corrillos allí formados
por cómicos o saltarines, y cuidando de pescar al vuelo lo que charlaban los de
la Cruz en
contra de los del Príncipe.
Ir en busca de
un billete de balcón para la plaza de toros, bien al despacho, bien a la casa
del banderillero Espinilla, que le tenía reservado para mi ama, cual obsequio
de una amistad tan fina como antigua.
Acompañarla al
teatro, donde me era forzoso tener el cetro y la corona cuando ella entraba
después de la segunda escena del segundo acto, en El falso Czar de Moscovia, para salir luego convertida en reina,
confundiendo a Osloff y a los magnates, que la tenían por buñolera de esquina.
Ir a avisar
puntualmente a los mosqueteros para indicarles los pasajes que debían aplaudir
fuertemente en la comedia y en la tonadilla, indicándoles también la función
que preparaban los de allá para que se apercibieran con patriótico celo a la
lucha.
Ir todos los
días a casa de Isidoro Máiquez con el aparente encargo de preguntarle cualquier
cosa referente a vestidos de teatro; pero con el fin real de averiguar si
estaba en su casa cierta y determinada persona, cuyo nombre me callo por ahora.
Leopoldo Alas “Clarín”, La
Regenta
El Magistral dio otra absolución y llamó con la mano a otra beata... La
capilla se iba quedando despejada. Cuatro o cinco bultos negros, todos
absueltos, fueron saliendo silenciosos, de rato en rato; y al fin quedaron
solos la Regenta ,
sobre la tarima del altar, y el Provisor dentro del confesonario. Ya era tarde.
La catedral estaba sola. Allí dentro ya empezaba la noche.
Ana esperaba sin aliento, resucita a acudir, la seña que la llamase a la
celosía... Pero el confesonario callaba. La mano no aparecía, ya no crujía la
madera.
Jesús de talla, con los labios pálidos entreabiertos y la mirada de cristal fija, parecía dominado por el espanto, como si esperase una escena trágica inminente.
Ana, ante aquel silencio, sintió un terror extraño...
Pasaban segundos, algunos minutos muy largos, y la mano no llamaba...
La Regenta ,
que estaba de rodillas, se puso en pie con un valor nervioso que en las grandes
crisis le acudía... y se atrevió a dar un paso hacia el confesionario.
Entonces crujió con fuerza el cajón sombrío, y brotó de su centro una figura negra, larga. Ana vio a la luz de la lámpara un rostro pálido, unos ojos que pinchaban como fuego, fijos, atónitos como los del Jesús del altar...
Jesús de talla, con los labios pálidos entreabiertos y la mirada de cristal fija, parecía dominado por el espanto, como si esperase una escena trágica inminente.
Ana, ante aquel silencio, sintió un terror extraño...
Pasaban segundos, algunos minutos muy largos, y la mano no llamaba...
Entonces crujió con fuerza el cajón sombrío, y brotó de su centro una figura negra, larga. Ana vio a la luz de la lámpara un rostro pálido, unos ojos que pinchaban como fuego, fijos, atónitos como los del Jesús del altar...
El Magistral extendió un brazo, dio un paso de asesino hacia la Regenta , que horrorizada
retrocedió hasta tropezar con la tarima. Ana quiso gritar, pedir socorro y no
pudo. Cayó sentada en la madera, abierta la boca, los ojos espantados, las
manos extendidas hacia el enemigo, que el terror le decía que iba a asesinarla.
El Magistral se detuvo, cruzó los brazos sobre el vientre. No podía hablar, ni quería. Temblábale todo el cuerpo, volvió a extender los brazos hacia Ana... dio otro paso adelante... y después clavándose las uñas en el cuello, dio media vuelta, como si fuera a caer desplomado, y con piernas débiles y temblonas salió de la capilla. Cuando estuvo en el trascoro, sacó fuerzas de flaqueza, y aunque iba ciego, procuró no tropezar con los pilares y llegó a la sacristía sin caer ni vacilar siquiera.
Ana, vencida por el terror, cayó de bruces sobre el pavimento de mármol blanco y negro; cayó sin sentido.
El Magistral se detuvo, cruzó los brazos sobre el vientre. No podía hablar, ni quería. Temblábale todo el cuerpo, volvió a extender los brazos hacia Ana... dio otro paso adelante... y después clavándose las uñas en el cuello, dio media vuelta, como si fuera a caer desplomado, y con piernas débiles y temblonas salió de la capilla. Cuando estuvo en el trascoro, sacó fuerzas de flaqueza, y aunque iba ciego, procuró no tropezar con los pilares y llegó a la sacristía sin caer ni vacilar siquiera.
Ana, vencida por el terror, cayó de bruces sobre el pavimento de mármol blanco y negro; cayó sin sentido.
La catedral estaba sola. Las sombras de los pilares y de las bóvedas se
iban juntando y dejaban el templo en tinieblas. Celedonio, el acólito
afeminado, alto y escuálido, con la sotana corta y sucia, venía de capilla en
capilla cerrando verjas. Las llaves del manojo sonaban chocando. Llegó a la
capilla del Magistral y cerró con estrépito.
Después de cerrar tuvo aprensión de haber oído algo allí dentro; pegó el rostro a la verja y miró hacia el fondo de la capilla, escudriñando en la obscuridad. Debajo de la lámpara se le figuró ver una sombra mayor que otras veces...
Después de cerrar tuvo aprensión de haber oído algo allí dentro; pegó el rostro a la verja y miró hacia el fondo de la capilla, escudriñando en la obscuridad. Debajo de la lámpara se le figuró ver una sombra mayor que otras veces...
Y entonces redobló la atención y oyó un rumor como un quejido débil, como
un suspiro.
Abrió, entró y reconoció ala
Regenta desmayada. Celedonio sintió un deseo miserable, una
perversión de la perversión de su lascivia: y por gozar un placer extraño, o
por probar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los
labios.
Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas.
Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.
Abrió, entró y reconoció a
Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas.
Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.
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