sábado, 26 de octubre de 2013

Imágenes y símbolos en la poesía de Miguel Hernández




            La poesía de Miguel Hernández es rica en imágenes y símbolos ya desde los primeros poemas que escribe en su etapa de aprendizaje (1924-1931). En estos años proceden de su entorno natural más cercano. El poeta convierte en materia poética lo que a priori no tiene nada de poético: limonero, pozo, higuera, pita, patio, lagarto, mosca, grillo, sapo…
            En estos primeros poemas se adelantan temas e imágenes que serán constantes en los libros posteriores, fundamentalmente el amor y el deseo. El poema Lujuria nos muestra las ansias de realización sexual bajo apariencia bucólica y Es tu boca dibuja un retrato de mujer mediante la sinécdoque. La boca será retomada en el poema La boca de Cancionero como elemento sensual y con imágenes referidas al color rojo (clavel, amapola, corazón) y a la frialdad, la dureza y lo cortante (“rubí en dos dividido”, “mas si cae dulcemente un beso/ a la mía se torna en puñal).
            En Perito en Lunas, poemario de aire gongorino, en los que utiliza la octava real a la manera del Polifemo, se va acentuando el simbolismo de Miguel Hernández, de ahí que estemos entrando en su etapa más hermética. Gerardo Diego calificó estos poemas de “acertijos líricos”, cuya solución se halla en los títulos que le puso el crítico Juan Cano Ballesta.
            Son poemas de arriesgadas metáforas y aires vanguardistas. Los símbolos están tomados del paisaje de su cercana Orihuela: palmera, camino, veleta, noria, mar, río y toro. Este último símbolo será muy importante en su libro posterior. Estos poemas nos hablan del deseo erótico insatisfecho, de ahí que los símbolos se refieran al sexo masculino (Sexo en instante, I; perpendicular morena). En otros poemas de la misma época dice ser preso del remordimiento por este deseo erótico que choca con la moral católica del poeta (Mi desgracia/ entre los dedos tengo).
            El rayo que no cesa es un poemario compuesto por un poema largo, trece sonetos, un segundo poema largo, trece sonetos, una elegía y un soneto final. El tema principal es el amor en sus tres facetas: ansia, realización y dolor.
            El rayo es fuego, elemento de la naturaleza, que enlaza en la tradición literaria con Llama de amor viva de San Juan de la Cruz. El amor es dolor simbolizado en el rayo (“Una querencia tengo por tu acento”), es herida (“un carnívoro cuchillo”) provocada por un cuchillo “cortante y homicida”. Este simbolismo se remonta en la tradición literaria a la literatura romana que nos ofrecía el amor como flecha (Cupido) y llega a la literatura española de la mano del Arcipreste de Hita con el Libro de Buen Amor. También lo utilizaron Quevedo en su definición del amor por contrarios (“Es hielo abrasador, es fuego helado”), Bécquer en su rima XLVIII (“Como se arranca el hierro de una herida”), Antonio Machado en Soledades (“En el corazón tenía la espina”) y los autores del 27 como Aleixandre en Espadas como labios o Luis Cernuda en Donde habite el olvido (“Ángel terrible en mi acero”).
            La sangre, símbolo del deseo sexual (dulce pasó a una ansiosa calentura/ mi sangre), el limón de los pechos femeninos (Me tiraste un limón, y tan amargo) y la pena por la esquivez de la amada (Umbrío por la pena, casi bruno) le llevan al desencanto, a la frustración y a la soledad.
            Asimismo encontramos la insatisfacción, el deseo frustrado (No me conformo). El poeta es toro (Como el toro he nacido para el luto), es muerte, dolor, virilidad, corazón desmesurado y libertad.
            Otro símbolo utilizado es el de la carta como intercambio con la amada y que luego retomará en El hombre acecha evocando el “amor más allá de la muerte” de Quevedo. En su etapa final de la cárcel paliará así la ausencia física de la amada.
            La amada suele identificarse con imágenes naturales antitéticas: nardo/cardo o zarza (suave/áspero, esquivo). Las ondas del mar aluden al carácter de la amada, con ecos garcilasianos (soneto XXIII), con la identificación de la mejilla con una flor (te me mueres de casta y de sencilla).
            El rayo que no cesa rompe con la idea de cancionero petrarquista dedicado a una sola amada, de ahí que encontremos poemas de amor platónico dedicados a María Cegarra (No cesará este rayo que me habita) y de amor carnal a Maruja Mallo (Me llamo barro, aunque Miguel me llame), aunque la mayor parte se la dedicara a su esposa Josefina Manresa.  El poema “Me llamo barro…” ocupa un lugar axial, que se hace notar con el cambio de estrofa, del soneto a la silva. Aparecen imágenes de sumisión, simbolizada en el buey y que pasarán a Viento del pueblo.
            Con ese Viento del pueblo Miguel Hernández llega a una poesía de urgencia, de guerra, a una poesía efímera en consonancia con la idea de Gabriel Celaya de que la poesía es “un arma cargada de futuro”. El poeta oriolano afirmaba en Teatro en la guerra que “todo teatro, toda poesía, todo arte ha de ser, hoy más que nunca, guerra”.
            Aquí el viento simboliza la voz del pueblo, un pueblo manso, que es buey, pero que se rebela, que lucha, que es inconformista. El buey se convierte entonces en león.
            La mirada del poeta se vuelve hacia los que sufren y los que trabajan, especialmente a los niños que han visto robada su infancia (El niño yuntero).
            Es, asimismo, frecuente la alusión a las dos Españas de la guerra, en la línea de Machado: ricos/pobres, opresores/oprimidos (Las manos: manos puras/ manos oscuras y lucientes).
            A raíz de su matrimonio con Josefina Manresa ya no canta tanto el deseo de la amada como a la maternidad, de ahí la imagen del vientre. Miguel Hernández empieza a forjar la figura del hijo, por quien lucha por la paz y por un mundo mejor.
            En El hombre acecha, Miguel Hernández hace suya la máxima Homo homini lupus (“El hombre es un lobo para el hombre” de Plauto, que retomará Hobbes). Los símbolos tienen ahora que ver con la animalización regresiva del hombre a causa de la guerra y del odio (Canción primera). Colmillos, garras, fieras, tigres, lobos, chacales y bestias pueblan ahora los poemas de Miguel Hernández.
            El poeta defiende el progreso basado en el trabajo (tractores), en el amor (manzanas), en la comida (pan) y en la juventud (Rusia).
            Vuelve a aparecer la idea de las dos Españas en El hambre (hambre frente a barrigas satisfechas) y la sangre del Rayo, que sufre un cambio semántico y se convierte ahora en dolor (Son dos los años de sangre). Con el símbolo de la sangre enlaza el del tren, imagen de muerte (El tren de los heridos). También aparecía el símbolo del tren en Mujer con alcuza de Dámaso Alonso. El símbolo del toro sufre en este poemario un cambio semántico, ya que ahora se refiere a la patria.
            La Canción última prepara el camino de su último y póstumo libro: el deseo del poeta de que se acabe la guerra y regrese a la casa con la esposa, lo que recuerda el soneto de Quevedo Miré los muros de la patria mía. El poeta mira ahora esperanzado al futuro (Dejadme la esperanza).
            Finalmente, Cancionero y romancero de ausencias es la mejor muestra de depuración hacia la sencillez, evolución natural en poetas que escriben bajo diferentes estéticas (Cernuda, por ejemplo). Miguel Hernández busca ahora lo esencial, lo sustantivo.
            Leemos poemas dedicados a la muerte del primer hijo con imágenes etéreas e intangibles (ropas con olor) y de frialdad (lechos sin calor). La esperanza renace con la llegada de su segundo hijo, al que dedica la que es probablemente la canción de cuna más triste, las Nanas de la cebolla. En la posguerra el hijo simboliza la pervivencia y la esperanza. La guerra solo queda en el recuerdo, en la sombra, y estos poemas quedan muy lejos de la ideología combativa de los dos poemarios anteriores.
            Recupera para estos poemas la imagen de la carta, que simboliza la tristeza y la ausencia de la amada y las del sexo femenino convertido en materia poética, en la línea de Baudelaire o Neruda (túnel por el que apenas me acerco a tus entrañas).
            El presentimiento de muerte se va haciendo certeza. De ahí la imagen manriqueña del mar, que es el morir. Así se va apagando el que había sufrido tres heridas: la de la vida, la del amor y la de la muerte. En palabras de Neruda en Confieso que he vivido: “El ruiseñor no soportó el cautiverio”.

2 comentarios:

  1. Está muy bien, me ha gustado mucho, gracias a ti ahora entiendo la poesía de Miguel Hernandez, gracias ;)

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    1. Gracias a ti. Me alegro de que te haya servido. Un saludo.

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