(Apuntes de Gonzalo Fernández Díaz)
Se denomina teatro aristotélico a una dramaturgia que se
considera heredera de Aristóteles, esto es, una dramaturgia fundada en la
ilusión y la identificación. El término fue empleado por Brecht y retomado por
la crítica, y pasó a ser sinónimo de teatro dramático., teatro ilusionista o
teatro de identificación. Brecht identifica equivocadamente esta única
característica en la concepción aristotélica: se le atribuye a la dramaturgia,
que busca la identificación del espectador con el fin de provocar en él un
efecto catártico que impide toda actitud crítica. Sin embargo, la
identificación es solo uno de los criterios de la doctrina aristotélica. Es
preciso agregarle el respeto por las
tres unidades (en particular, la coherencia y unificación de la acción), el
papel del destino y de la necesidad en la presentación de la
fábula: la obra se construye en torno a un conflicto,
a una situación “intrincada” (“anudada”) que es preciso resolver (pasando del
nudo al desenlace).
La regla de las tres unidades surgió como doctrina estética
en los siglos XVI y XVII basándose en la Poética
de Aristóteles, erróneamente considerada como la fuente y la legisladora de
esas tres unidades. A la unidad de
acción recomendada efectivamente por Aristóteles en el capítulo V de la Poética, se suman la unidad de lugar y la unidad de tiempo, bajo la influencia de
la traducción de la obra efectuada por Castelvetro en 1570. Estas dos unidades
rara vez han sido respetadas totalmente, ya que imponen restricciones muy
severas a la dramaturgia.
No obstante, las reglas se fundan en una confusión entre
tiempo y lugar escénico (de la representación) y tiempo y lugar exteriores (de
la materia representada). El dogma de una unidad tiende a la convergencia de
estas dos temporalidades/espacialidades, al hacer continuo y homogéneo el
desarrollo de la acción, lo cual es una de las preocupaciones esenciales de la
dramaturgia clásica (por razones de verosimilitud y de buen gusto: ser capaz de
abarcar con el espíritu un conjunto limitado).
La
unidad de acción
La acción es una o está unificada cuando toda la materia
narrativa se organiza en torno a una historia principal, cuando todas las
intrigas anexas son referidas lógicamente
al tronco común de la fábula. De las tres unidades, esta es la más
importante, pues compromete la estructura fundamental en su totalidad.
Aristóteles exige del poeta que represente una acción unificada: “la fábula, puesto que es imitación, que lo
sea de una sola y entera, y que las partes de los acontecimientos se ordenen de
tal suerte que, si se traspone o suprime una parte, se altere y disloque el
todo”. La unidad de acción es la única unidad que los dramaturgos, al menos
parcialmente, han respetado, no por consideración a la norma, sino por
necesidad interna de su trabajo. En tres horas de espectáculo no se pueden
multiplicar las acciones, subdividirlas o ramificarlas ad infinitum. El espectador no se orientaría ya sin las
explicaciones, los resúmenes y los comentarios de un narrador externo a la
acción. Pero esta intervención del autor es impensable en la dramaturgia
clásica (no épica). El dramaturgo debe, pues, someterse a la regla artesanal de
la unidad de acción. Esta quizá se explica por la relativa simplicidad del relato
mínimo y la necesidad de seguridad experimentada por todo lector ante un
esquema narrativo conciso y acabado. La acción y su unidad son tanto categorías
de la producción dramática como de la recepción del espectador: puesto que este
es quien decide si la acción de la obra forma un todo y si es resumible en un
esquema narrativo coherente.
La
unidad de lugar
Instrucciones con respecto a la limitación de los
movimientos del personaje. Las subdivisiones de este lugar son sin embargo
posibles: habitaciones de un palacio, calle de una ciudad, “lugar al que podemos llegar en veinticuatro
horas” (Corneille), decorados múltiples o simultáneos.
La
unidad de tiempo
Instrucciones con respecto a la duración de la acción
representada, que no puede exceder las veinticuatro horas. Aristóteles
aconsejaba que no se excediera “una revolución del sol”. Ciertos teóricos en el
siglo XVII francés exigirán incluso que el tiempo representado no sobrepase al
de la representación. La unidad de tiempo está íntimamente vinculada a la
unidad de acción. En la medida en que el clasicismo, y todo enfoque idealista
de la acción humana, niega la progresión del tiempo y la acción del hombre en
la senda de su destino, el tiempo queda comprimido y remitido a la acción
visible del personaje en escena, es decir, referido a la conciencia del héroe.
Se filtra y pasa, para ser mostrado al público, por la conciencia del
personaje. Por otra parte, en la medida en que el drama analítico (donde la
catástrofe es inevitable y conocida de antemano) es el modelo de la tragedia,
el tiempo se encuentra necesariamente aniquilado y reducido a lo estrictamente
necesario para expresar la catástrofe: “la
unidad de tiempo inscribe la historia, no como proceso, sino como fatalidad
irreversible, inalterable” (Ubersfeld).
Las
escuelas
Se consideran pertenecientes a la escuela clásica aquellas obras que respetan las unidades
aristotélicas en un sentido más o menos estricto. Nos referimos a las más de
500 obras que Aristóteles analizó antes de elaborar sus unidades, aunque
existieran excepciones. Y a las del siglo XVI de Corneille (por ejemplo, Le Cid) y Racine (Fedra), quienes fueron calificados por Voltaire como “poco atrevido”
y “casi perfecto”, respectivamente, dentro del respeto a las reglas.
Por otra parte, si bien las representaciones medievales de
tema bíblico ya habían obligado a una ruptura con las unidades aristotélicas,
será el modelo shakesperiano, que diversifica
los lugares, extiende el tiempo y presenta acciones secundarias, el que
consagra la escuela romántica. De él
diría Voltaire que era “un bárbaro”.
Así, frente al modelo de tragedia grecolatina o clásica se situará la tragedia shakesperiana y posteriormente, una vez que se ha perdido
ya el sentido ritual y la grandeza de los personajes, hablarán también los
menos puristas de la tragedia rusa o
la tragedia americana moderna. En un
sentido estricto estas obras no pueden ser consideradas como auténticas tragedias,
ya que aunque el modelo clásico de Esquilo a Eurípides, pasando por Sófocles,
había evolucionado hacia una cierta humanización de los personajes, continuaban
respondiendo a una fórmula dramática específica.
La tragedia como modelo teatral podríamos considerarla la
expresión de una civilización que, situada en su cumbre, comienza a declinar.
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