Durante el siglo XIX la novela,
especialmente la realista, alcanzó un esplendor extraordinario. Uno de los
primeros cultivadores de este movimiento en Francia fue Stendhal, autor de La cartuja de Parma y Rojo y
negro. Otros novelistas franceses destacados fueron Balzac (con La comedia humana) y Flaubert (con Madame Bovary). Como destacadas figuras
del movimiento realista encontramos también a Dickens en Inglaterra,
Dostoievski y Tolstoi en Rusia, o Galdós y Clarín en España. A esto se debe
añadir la novela naturalista, que con la mezcla de materialismo y determinismo
tan característica de la obra del francés Emile Zola, incide en los aspectos
más sórdidos de la sociedad de la época. Se dice que el narrador realista se
erige en “notario de la sociedad en la que vive”, la cual queda reflejada en
sus libros de una forma casi científica, imparcial y objetiva, irónica o con
una enorme carga crítica, pero siempre partiendo de la realidad que le es
conocida.
La
calidad y cantidad de obras en el siglo XIX produjo la idea de que la novela
como género estaba agotándose y no le quedaba más que la decadencia. Parecía
imposible superar la maestría de esos autores, al mismo tiempo que parecía que
ellos habían tratado ya todos los temas y cualquier obra nueva sería una
repetición de lo ya expresado. Por ejemplo, si alguien quería tratar el
adulterio de una mujer soñadora, romántica e insatisfecha en su matrimonio,
debía competir con Madame Bovary de Flaubert,
Ana Karenina de Tolstoi o La Regenta de Leopoldo Alas Clarín. La
visión pesimista acerca de ese agotamiento supone la comprensión de la
importancia de la renovación del género en el siglo XX.
La
aparición de grandes autores a comienzos
del siglo XX permitirá la necesaria renovación del género novelístico. Aparecen
nuevas formas de narrar y se da cabida a historias más complejas y técnicas más
innovadoras: el abandono del orden cronológico, la ruptura de la estructura
tradicional (planteamiento, nudo y desenlace), distintas perspectivas,
protagonistas contradictorios, etc.
De acuerdo con
el epígrafe de este tema, mencionaremos a cuatro de los más destacados
escritores (Marcel Proust, Franz Kafka, James Joyce y Thomas Mann), aunque hubo
muchos más que se podrían incluir en esta renovación.
En
los primeros años del siglo XX aparece una confrontación entre la vanguardia y
una evolución de lo precedente. El germen vanguardista lo hallamos en 1894, con
el estreno de Ubú rey de Alfred
Jarry, precursora también del llamado teatro del absurdo. No obstante, no hubo
una ruptura absoluta con toda la literatura anterior o una transición suave a
la modernidad, sino bastantes matices. Thomas Mann, por ejemplo, estaba aún muy
ligado a la novelística anterior, por lo que fue llamado “el último novelista
del siglo XIX” y también “el primero del XX”.Franz Kafka sí escribe una obra
“antirrealista”, diferente a la novela y el relato de buena parte del XIX.
James Joyce se caracteriza por la “destrucción” del lenguaje narrativo
convencional, con técnicas como el monólogo interior que apenas estaban
esbozados en alguna novela realista.
Marcel Proust (1871-1922) es el gran
renovador de la novela francesa a comienzos del siglo XX. Su obsesión es el “yo
literario”, con un cierto distanciamiento para poder universalizar
experiencias. Es muy conocido el pasaje en que el olor y el sabor de una
magdalena mojada en té le hacen recordar episodios del pasado ligados a esas
sensaciones. Lo que trata de conseguir el novelista es estimular en los
lectores experiencias parecidas, como recordar a alguien a través de una
canción.
Proust
supo crear una obra muy personal, en cierto modo heredera de la novela
psicológica, que se ha calificado como “impresionista” por el valor que da a
todas las sensaciones descritas minuciosamente en períodos muy largos a veces,
encadenando oraciones subordinadas, por ejemplo, algo poco frecuente en la
novela francesa anterior. Su gran obra narrativa es el conjunto de novelas
llamadas En busca del tiempo perdido, compuestas entre 1913 y 1922, y
que consta de siete obras: Por el camino
de Swann (1913), A la sombra de las
muchachas en flor (1919), El mundo de
Guermantes (1921 y 1922), Sodoma y
Gomorra (1922 y 1923), La prisionera
(1925), La fugitiva (1927) y El tiempo recobrado (1927). La
prestigiosa editorial Gallimard, por consejo de André Gide, rechazó la
publicación de la primera novela, pero sí publicó la segunda. Además de una
crítica del esnobismo y el arribismo social de unos personajes decadentes, en En busca del tiempo perdido, Marcel Proust
deja constancia de su homosexualidad de una manera velada en general, aunque de
modo más explícito en Sodoma y Gomorra.
Entre
las obras de Proust consideradas “menores” destaca La Biblia de Amiens, traducción de textos de británico John Ruskin,
impulsor de la teoría del “arte por el arte”.
Thomas Mann (1875-1955) pertenecía una
familia burguesa. Comenzó su carrera literaria escribiendo relatos para la
revista Simplicissimus. Su primer
cuento fue El pequeño señor Friedermann
(1898). La obra que lo lanzó a la fama fue Los Buddenbrook (1901), historia de
la decadencia de una familia burguesa. Esta obra (su título más recordado en la
entrega del Premio Nobel de Literatura) entronca con la mejor novela realista
anterior, de forma que en Alemania se decía de Mann que era “el último
novelista del siglo XIX”, a lo que se añadió “y el primero del siglo XX”.
Su
interés por relacionar el arte con la vida lo lleva a escribir obras como Tristán, Muerte en Venecia (1912) y Doctor
Fausto.
Después
de la primera guerra mundial (1914-1918) abordo la realización de La
montaña mágica (1924). Concebida en su origen como una novela corta, la
obra transcurre en un sanatorio antituberculoso. Aquí podemos observar la
dimensión de Mann como pensador. Este extenso relato entronca con el Bildungsroman alemán (la novela de
aprendizaje), aunque Mann la calificó como Zeitroman
o “novela del tiempo”. La enfermedad, el sentido de la vida, la muerte, el
destino de la civilización, la estética, la política, el sistema de valores por
el que se rige el ser humano… Todos esos temas se plantean en esta obra
ambientada en un sanatorio suizo. Curiosamente, Mann queria escribir la
antítesis de Muerte en Venecia.
En
1929 se le concedió el Premio Nobel de Literatura.
El
ascenso del nazismo obligó a Thomas Mann a exiliarse, comprometido con los
valores de la democracia, pero además casado con una mujer de origen judío.
Residió en Suiza desde 1933 a 1938 y de allí se trasladó a estados Unidos,
donde vivió durante la segunda guerra mundial y obtuvo la nacionalidad
norteamericana, aunque también había adquirido la checa. Su literatura del
exilio, revestida de espiritualismo, está llena de referencias bíblicas, como
se aprecia en José y sus hermanos. Su
admiración a Goethe le llevó a escribir Doctor
Fausto (1947), la historia de un músico que vende su alma al diablo. En
esta obra algunos ven un símbolo del pueblo alemán vendiendo su alma a los
nazis. En 1939 Mann ya había escrito Carlota
en Weimar, una continuación del Werther
de Goethe, aunque sin el personaje del joven suicida. La protagonista, Carlota,
recuerda su relación con el infortunado Werther.
La última
novela de Mann fue Las confesiones de
Félix Krull, en la que desarrolla un irónico análisis de la condición
humana.
Murió en el
exilio en Zurich, en Suiza, en 1955.
James Joyce (1882-1941) se caracteriza
por romper con el lenguaje narrativo vigente hasta su época. Su evolución
correrá pareja al desarrollo de los movimientos vanguardistas, incluso podemos
encontrar en sus páginas algunos ecos del dadaísmo. Aún así, siempre cultivó un
estilo muy personal, libre de dogmas y escuelas.
James
Joyce se dio a conocer con Dublineses
(1914) y la novela en parte autobiográfica Retrato
del artista adolescente (1916), pero su obra cumbre es Ulises (1922), llena de
simbología y quizás uno de los relatos más influyentes en la evolución de la
novela debido a la experimentación a la que el autor somete el lenguaje. Fue
concebida como un reverso de La Odisea.
Esta novela está escrita sin autocensura moral o política, de forma que fue
calificada de obscena y anticatólica por varios sectores de la sociedad. Joyce
narra en dieciocho capítulos veinticuatro horas en la vida de tres personajes
de Dublín: Leopold Bloom, un judío dublinés que vaga por la ciudad retrasando
el momento de regresar a casa (le consta la infidelidad de su esposa), Molly
Bloom y el escritor Stephen Dedalus, que podría considerarse un trasunto del
autor. Todas las modalidades del experimentalismo narrativo posterior se
encuentran en esta novela, difícil de leer en algunos fragmentos (desorden del
tiempo, mezcla de acción y reflexión, monólogo interior o utilización de todos
los registros del lenguaje)
De
1939 es Finnegans wake, un complejo
relato donde se infiltran las ideas de Giambattista Vico, y que se convierte en
un retrato psicológico del hombre contemporáneo. El título se inspira en una
balada tabernaria irlandesa y también es una obra de compleja lectura.
Franz Kafka (1883-1924) es un escritor
en lengua alemana y sus obras son exponente de la angustia existencial de
principios del siglo XX. Considerado uno de los padres de la llamada literatura
del absurdo, parece inspirarse en el mundo de las pesadillas y los sueños
obsesivos para construir unos desasosegante relatos donde se quiebra la lógica.
Su obra más representativa es La
metamorfosis, donde un modesto viajante (Gregorio Samsa) se convierte en un
monstruoso bicho, provocando diversas reacciones en quienes lo rodean, desde la
hostilidad hasta cierta compasión, pasando por el asco o la curiosidad malsana.
La transformación sucede absurdamente, a causa de ese “porque sí”
característico del autor.
Kafka
parte en sus obras de una situación inverosímil, que marca y vertebra todo el
relato. Pero dentro de la historia todo posee una gran coherencia, de ahí lo
más inquietante: ser un símbolo de una realidad amenazadora y demasiado cercana
al lector. Aunque lo más leído y apreciado de su producción han sido sus
relatos cortos y cuentos, es en las novelas extensas (El castillo y El proceso,
fundamentalmente) donde Kafka desarrolla su anticipación a fenómenos propios
del siglo XX, que se estaban gestando o aún no se habían producido: el
fascismo, sobre todo en su versión hitleriana, y el comunismo bajo Stalin. El
poder establecido es una fuerza impersonal y opresiva que dispone de un
implacable engranaje, la burocracia ciega. Para el poder todos somos culpables
de delitos que hemos cometido o cometeremos sin darnos cuenta, en los que no
importa esa intencionalidad deliberada, y por los que debemos pagar. Tal vez
esa culpabilidad nazca también de una sospechosa falta de delito: basta con que
deseemos ser libres, lo que constituye el más horroroso de los crímenes. La
novela de Georges Orwell 1984 viene a
ser una secuela postkafkiana de esa crítica al totalitarismo en cualquiera de
sus manifestaciones.
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