En
ocasiones, Antonio Buero Vallejo (1916-2000) hablaba de su “perplejidad” ante
las cuartillas que aguardaban el tortuoso trabajo de lima y corrección. Y es
que su naturalidad es un efecto artístico logrado a base de mucho trabajo.
Buero
siempre tuvo en cuenta la función pública y social del teatro y se impuso desde
el principio la misión de conseguir que el espectador y la sociedad se
enfrentasen a una imagen de sí mismos susceptible de revelar sus defectos e
insuficiencias.
La
concepción de la escena como caja de resonancia de los problemas de su tiempo
no implica menoscabo de su creencia en la dimensión esencialmente estética del
teatro.
El
teatro de Buero Vallejo es un ejemplo de armonía en la relación entre la voluntad
ética y política de agitación de las conciencias (con Unamuno al fondo) y una
forma dramática capaz de formular a la vez experimentos innovadores en la
escena y de ser seguida y aceptada ampliamente por el público.
Es
un teatro dialéctico. Cada obra adopta la estructura dramática que precisa para
transmitir su carga de problemas humanos y sociales, pero una vez conformada ya
no es otra cosa que esa misma estructura dramática que se convierte en
reveladora del conflicto.
Un
soñador para un pueblo es una obra situada en un momento concreto del
pasado histórico español. Se estrenó a finales de 1958.
Teatro de Buero
Vallejo hasta 1958
Es
un teatro imbuido de un sentimiento trágico de la vida. Pero con todo su pasado
a las espaldas y sin renunciar a él, no se deja arrastrar por el abatimiento y
sitúa en la esperanza el núcleo de la tragedia.
Buero
Vallejo se consagra a la creación movido por un irrefrenable deseo de
expresarse.
En
1949 obtuvo el premio Lope de Vega. Desde entonces fue hablando cada vez con
mayor claridad de la intolerancia, la injusticia, la opresión y la violencia.
Se
trataba de hacer “posible” un teatro que hiciera posible algún día una sociedad
democrática. Era una lucha dialéctica.
Como
escritor no podía permanecer mudo, tenía que componer sus dramas; como hombre
comprometido, tenía que tratar temas difíciles y como español, reflexionaba
sobre su país. La situación era trágica, ya que el silencio te hace cómplice y
la ruptura de ese silencio era arriesgada. Buero eligió expresarse.
En
su teatro hay unos pocos temas propios de todo autor de tragedias: violencia,
opresión, muerte, necesidad de enfrentarse con la verdad, alienación, error,
libertad, utopía, esperanza,…
La
configuración de las obras tiende a escoger pautas reconocibles que cristalizan
en un debate o enfrentamiento entre dos modos de pensar y comportarse.
Construye los personajes como entidades complejas y no unilaterales, de manera
que enriquece el universo dramático.
Cada
personaje, dotado de rasgos más o menos positivos, resulta a veces
contradictorio y aparece a veces como trasunto de seres agónicos,
insatisfechos, atravesados por una crisis en su interior que remite a la del
hombre real del siglo XX.
Buero
Vallejo parte de los sistemas creativos del teatro realista, heredero de Ibsen
y renovado por Pirandello y O’Neill.
Las
obras del autor español están configuradas sobre los principios del ilusionismo
escénico, desplegado dentro de la “caja mágica” que construye el decorado y que
aplica la teoría de la cuarta pared: trama ordenada y lógica que se desarrolla
paulatinamente, tiempo sucesivo sin saltos entre escenas, espacio referencial o
analógico, verosimilitud en los comportamientos, diálogo comprensible, etc.
Incorpora
elementos simbólicos, oníricos o visionarios que cuestionan el mundo escénico.
Es
una concepción del drama como instrumento de reflexión ofrecido al público. La
obra desvela los errores cometidos por los personajes en el pasado o ante el
espectador y muestra las consecuencias de sus actos. El autor busca que el
público construya el sentido. Para conseguirlo prefiere dejar la obra abierta
al final.
Buero Vallejo y el
teatro histórico
La
obra se subtitula Versión libre de un
episodio histórico. Se escribió en 1958 y se estrenó el 18 de diciembre.
Es
teatro histórico crítico. En él se examinaban las raíces del presente,
mostrando las causas y motivaciones de actitudes que hoy siguen influyendo o
conformando el país. Por otra parte se hallaba el interés por el tiempo pasado
en sí.
Se
introducen el tema del tiempo como tal y la conciencia de transitoriedad en el
espectador.
Se
habla al presente a través del pasado.
Es
el planteamiento teatral de un examen de conciencia colectivo sobre la acción
de los españoles como pueblo en el pasado, con la intención de sugerir la
necesidad de reflexionar acerca de cuál debería ser esa acción en el futuro.
Un soñador para un pueblo se centra en
la recreación teatral del motín de Esquilache (inicio de la semana santa de
1766 y concluido en Madrid con la caída del ministro).
Esta
obra, que llevaba el propósito de presentar la historia como conflicto, causó
estupor e indignación.
Lo
que se ve en escena es una revuelta popular instigada por manos poderosas
ocultas en la sombra, que aprovechan el descontento ante unas medidas
puntuales, y atizando la xenofobia imperante en el vulgo, consiguen su objetivo
de provocar la exoneración de Esquilache de sus ministerios.
El
drama hace ver que los sentimientos de disgusto ante cualquier innovación
derivaron en algaradas callejeras al ser aprovechados y alentados por
aristócratas que veían peligrar sus intereses por una política de reformas.
El
motín se convierte en símbolo del enfrentamiento entre dos concepciones, la que
encarna Esquilache (presentado como mero instrumento de la política general de
Carlos III) y la que representan Ensenada y Villasanta. Una mira al futuro en
su búsqueda de la mejora material del pueblo y se concreta en medidas como la
pavimentación de las calles, la higiene pública, la iluminación por faroles y
el decoro y la seguridad de los vestidos. Otra se vuelve hacia el pasado, es
hostil a las innovaciones y promoverá el descontento general, aunque vaya
contra los intereses populares, como ocurrirá con la ruptura de los cinco mil
faroles en Madrid.
Como
las medidas las disponía un extranjero, no era difícil agitar la xenofobia que
suele acompañar toda situación de atraso cultural.
La
escrupulosa puntualidad de Buero Vallejo recuerda la de Galdós, que escribía
cien años antes los Episodios Nacionales,
o el Valle Inclán que componía los volúmenes de La guerra carlista o El ruedo
ibérico.
Buero
Vallejo convierte la sucesión de acontecimientos en un relato escénico.
Hay
algunos detalles inventados o modificados a propósito, para intensificar la
tensión, como la decisión de dejar al criterio de Esquilache su dimisión o que
el derrocado ministro entregase personalmente a Ensenada la orden de su
destierro. Con esto se consigue elevar el clímax dramático de la parte final
del drama, al hacerse visible el debate moral en que se agitan los personajes.
La
figura del protagonista resulta favorecida respecto a su imagen por su
dimensión histórica, aunque no se idealice.
Las
tintas sombrías se acumulan sobre Ensenada (tiene la catadura moral del
simulador movido por el rencor). Además de personajes concretos, son síntesis o
condensación de las fuerzas realmente presentes y actuantes del momento
Esquilache en la España ilustrada. Los otros dos nobles (Ensenada y Villasanta)
son la vieja nobleza española, apegada a sus privilegios, que deseó o alentó el
motín.
La
caracterización psicológica de los que intervienen y sus relaciones
sentimentales y afectivas es creación del autor. Fernandita pertenece también a
su fantasía.
La
obra se articula en dos planos distintos y complementarios. Por un lado, el
debate político e ideológico en torno al poder y los modos de conseguirlo y
ejercerlo (Esquilache, los dos nobles, Carlos III) con el pueblo como
destinatario último de las preocupaciones y factor imprevisto en la trama con
su motín. Cuentan también los problemas del protagonista, su fracaso
matrimonial con doña Pastora y su afecto por la sirvienta Fernandita.
Los
dos planos dan origen a dos acciones. La principal se centra en la presentación
de los efectos producidos por la sublevación popular.
La
violencia colectiva está presente a través de referencias continuas.
Uno
de los temas básicos es la responsabilidad moral de cada individuo. Cuando al
final Esquilache se sacrifique a favor del bien común y condene a Ensenada por
su egoísmo, transmitirá una lección definitiva. Abandonará el gobierno, pero no
será por un triunfo de la presión popular. Con ello aparece la necesidad de
distinguir entre apariencia y realidad.
La
acción secundaria, más íntima y delicada, expone la desoladora situación del
matrimonio del protagonista y el nacimiento en su ánimo de una última ilusión
afectiva, finalmente frustrada.
Esta
duplicidad de acciones se completa recíprocamente. En los dos planos es figura
central Esquilache y, en el segundo, se sugiere un posible nuevo triángulo
formado por él, la doncella y el calesero Bernardo, que es uno de los
cabecillas del motín.
La
mínima acción secundaria refleja, condensa e ilumina el sentido de la
principal. Si esta se mueve en el terreno del debate teórico en torno al
pueblo, la otra desciende a presentar un caso concreto en Fernandita, que se
debate entre el calesero y el marqués, o entre lo que los dos representan, por
lo que la criada tendrá un valor simbólico clave en la obra.
Bernardo
encarna otra de las caras del pueblo. Frente a su imagen (atraso, ignorancia,
violencia), la muchacha se siente atraída por lo que denominaríamos las “luces”.
El
final del drama, por encima de la melancolía del político derribado, dibuja el
comienzo del cumplimiento de que el pueblo consiga vencer por sí mismo lo peor
que encierra y llegue, a través de su libertad, a ser dueño de su destino.
El
final, anticlimático, supone un contrapunto a la larga escena anterior,
emocional y de gran altura ideológica. Al rechazar al calesero, Fernandita deja
abierta una puerta a la esperanza.
Los
dos planos confluyen también cuando Esquilache confiesa su error. Su vida
privada ha sido un fracaso y su vida pública ha estado viciada.
Esquilache
tiene buenas intenciones, proyecta mejoras para el país y pone los intereses de
este por encima de los suyos propios, pero no siempre ha actuado con tal
desprendimiento. Permite a su lado la corrupción de su esposa. Su caída puede
ser un castigo excesivo, pero no es del todo injusto.
Los
problemas que se presentan en la obra son colectivos. El drama es político. Se
trasciende a la moral pública.
El
diálogo enfrenta la actitud inmovilista, tachada de suicida, con la de quienes
asumen que “la historia se mueve”,
lema que puede resumir su sentido.
Las
dos partes de la obra se descomponen en una sucesión de cuadros menores, que
incluyen saltos temporales.
El
primer acto comprende hechos sucedidos los días 9, 10, 11 y 22 de marzo de
1766. Las apariciones del ciego con el anuncio del diario de cada día
constituye un medio ágil y dinámico por el que el público sabe siempre el
tiempo transcurrido.
El
segundo acto incluye dos días (23 y 24 de marzo). Aparece un escenario
simultáneo. Hay una calle de Madrid, el interior de un palacio o la puerta del
mismo. El uso de un giratorio permite multiplicar los lugares, a lo que se
añade el juego con diferentes alturas, conseguidas por medio de peldaños.
La
iluminación destacará el lugar que en cada momento desarrolla la acción o el
diálogo, y que son dos en el primer acto: el interior de la mansión de
Esquilache y la calle frente a dicha mansión. Cada recinto tiene sus propios
personajes (poderosos en el interior y gente del pueblo fuera).
En
las escenas dentro de la mansión se puede percibir un ritmo repetido,
consistente en que cada una de ellas se divide a su vez en tres partes,
marcadas por la sustitución de los interlocutores de Esquilache (Ensenada, su
esposa y Fernandita; Villasanta, doña Pastora y Fernandita; Rey, Ensenada y
Fernandita). El esquema se simplifica: diálogo del ministro (siempre presente)
con un poderoso; con su mujer (o Ensenada) y con Fernandita.
El
acto segundo, tras una escena de exterior, se desarrolla casi enteramente en el
Palacio Real, para terminar de nuevo en la calle.
En
el inicio la presencia de los personajes adquiere valores simbólicos.
En
el entreacto ocurre el asalto a la mansión de Esquilache. Este aparecerá por
primera y única vez en la calle, expulsado de su ámbito, débil e inseguro.
Tras
las alternativas del ánimo del protagonista, se produce su destierro, elegido
voluntariamente, y el debate final con Ensenada.
El
epílogo se desdobla en dos momentos. El primero es la despedida de la joven
azafata (con su papel simbólico), donde las preguntas del derrocado ministro
aluden al pueblo. El segundo momento transcurre en la calle, lugar natural en
que se ha movido el pueblo.
El
rechazo del violento Bernardo y de lo que él encarna es una propuesta
esperanzada, subrayada con las notas alegres del Vivaldi de la primavera de Las cuatro estaciones.
Este
final ilusionado enlaza con el principio, con la dedicatoria “A la luminosa memoria de don Antonio
Machado, que soñó una España joven”. El poeta y Buero Vallejo evocan “un tiempo de mentira, de infamia” en el
que el pueblo se ha dejado manipular y ha dado un triste ejemplo de ignorancia
y atraso. Pero se eleva el sueño de un futuro mejor. Ese futuro se encarna en
la juventud.
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