lunes, 12 de septiembre de 2016

La posada del mal hospedaje




            En 1854, el escritor inglés George Borrow describió La posada del mal hospedaje como “el mejor cuento de fantasmas del mundo”.
            Este relato al que nos referimos, publicado en Sevilla en 1604, es en realidad un fragmento de la novela de Lope de Vega El peregrino en su patria. Es un ejemplo de novela bizantina, precursora de la novela de aventuras, con un esquema sencillo: unos jóvenes amantes desean casarse pero les suceden miles de peripecias hasta que el amor triunfa.
            El relato tiene lugar cuando el protagonista Pánfilo llega a una villa buscando alojamiento. Como no lo consigue, se dirige a un hospital desierto y oscuro, donde un extranjero había muerto. En una capilla, un santo varón le advierte del mal hospedaje de la casa y, efectivamente, seres sobrenaturales le hacen pasar una terrorífica noche. Pánfilo jura a la mañana siguiente que nunca volverá a poner un pie en aquel sitio y se marcha.
            Ahora bien, para poder definir La posada del mal hospedaje como un auténtico relato fantástico debemos recordar que la esencia de este género es presentar al lector una situación cotidiana en la que irrumpa lo sobrenatural, de manera que el orden natural de las cosas que de alterado. Esto provoca miedo o desasosiego.
            Algunos autores acuden a lo que se denomina lo “fantástico explicado”, en el que se da una explicación racional a lo sucedido.
            En este relato, Lope intenta dar una explicación razonable. Interrumpe las desgracias de Pánfilo para justificar que esos sucesos sobrenaturales son en realidad obra de demonios de categoría inferior, que se limitan a gastar bromas pesadas.
            El relato es el siguiente:

La posada del mal hospedaje (El peregrino en su patria), Lope de Vega

Cuando la fresca aurora, como Júpiter en lluvia de oro, transformada en aljófar enriquecida el regazo de la tierra, salió el Peregrino Pánfilo de Zaragoza y por no usadas sendas, de monte en monte y de pastor en pastor, procuraba cuanto podía desviarse del real camino, temiendo siempre que los hermanos de Godofre y Flérida con toda diligencia le buscarían. Determinóse, al fin de algunas leguas, ir una noche a poblado, fatigado de la aspereza de los montes y la rusticidad del sustento, y entrando en una villa, término de los dos reinos, pidió posada; mas como en ninguna se la diesen, respeto de verle ya tan mal tratado, los pies corriendo sangre, quemado el rostro y los cabellos revueltos, procuró el hospital, último albergue de la miseria.
Abierto le halló Pánfilo a aquellas horas, pero sin luz alguna, y preguntando la causa le dijeron que por el escándalo que se había oído muchas noches, y después que en él había muerto un extranjero, no se habitaba ni vivía, pero que entrase dentro, que en una capilla dél vivía un hombre de santa vida y conversación, que sufría por Dios aquellas molestias y él le informaría donde sin peligro durmiese. Pánfilo entró dentro, tentando por el oscuro portal con un cayado que en vez de su bordón traía. Vio lejos una pequeña luz y enderezando a ella llamó a aquel hombre. 
«¿Qué me quieres, respondió a sus voces, maligno espíritu?» 
«No soy quien piensas, respondió Pánfilo; abre, amigo, que soy un peregrino que busco posada para esta noche.» 
Abrió la puerta entonces y vio Pánfilo un hombre de mediana estatura y edad, los cabellos largos y la barba crecida y enhebrada; cubríale una ropa de sayal hasta los pies. La capilla era pequeña, el retablo devoto y en la peana dél dormía aquel hombre; tenía por cabecera una piedra, su báculo por compañía y una calavera por espejo, que ninguno muestra mejor los defectos de nuestra vida.
«¿Cómo has osado entrar, le dijo, Peregrino? ¿No te ha dicho ninguno el mal hospedaje de esta casa?» 
«Sí han dicho, respondió Pánfilo, pero he pasado ya tantos trabajos, desdichas, prisiones y malos acogimientos, que ninguno será nuevo para mi ánimo.» Encendió una vela entonces el huésped en la lámpara que delante de las imágenes ardía y sin preguntarle quién era le dijo: «Sígueme.» 
Fue Pánfilo tras el hombre, y pasando un jardín tan intrincado que más parecía bosque, entre unos cipreses le mostró un cuarto de casa, y abriendo el cerrojo de un aposento grande le dijo: 
«Entra y pues eres mozo robusto y enseñado a trabajos, haz la señal de la cruz y duerme sin reparar en nada.» 
Pánfilo tomó la luz y afirmándola sobre un poyo que la sala tenía, se despidió del hombre y cerró la puerta. En la sala había una cama bastante para descansar quien en tantas noches la había tenido en el suelo. Desnudóse y vistiéndose una de dos camisas que Flérida le había dado partiéndose, se acostó en ella. Apenas había revuelto en su fantasía la confusión de historias que en la quietud del cuerpo repite el alma, cuando la imagen de la muerte, que llaman al sueño, ocupó sus sentidos con la fuerza que suele tener sobre cansados caminantes. La parte que desampara el sol cuando se va a los indios estaba en profundo silencio cuando al ruido de algunos caballos despertó Pánfilo. Parecióle que caminaba, cosa que a los que caminan siempre sucede, que la cama se mueve como la nave o anda como el caballo que traía, pero acordándose que estaba en aquel hospital y advertido del escándalo por cuya causa era inhabitable, abrió los ojos y vio que, como si entraran a jugar cañas de dos en dos, entraban a caballo algunos hombres, los cuales encendiendo unas ventosas de vidrio que traían en las manos en la vela que había dejado, las iban tirando al techo del aposento donde se clavaban y quedaban ardiendo por largo espacio, quedando el suelo pegado a las tablas y la boca vertiendo llamas sobre la cama y lugar donde había puesto los vestidos. Cubriose el animoso mancebo lo mejor que pudo, y dejando un pequeño resquicio a los ojos para que le avisasen si le convenía guardarse del comenzado incendio, vio en un instante las llamas muertas y que en una mesa, que a la esquina de la sala estaba, se comenzaba un juego de primera entre cuatro. Pasaban, descartábanse y metían dineros, como si realmente pasara de veras, y habiéndose enojado los jugadores se trabó una cuestión en el aposento con tantos golpes de espadas y broqueles que el mísero Pánfilo comenzó a llamar a la virgen de Guadalupe, que sólo le faltaba de visitar en España, aunque era el reino de Toledo, porque las cosas que están muy cerca, pensando verse cada día, suelen dejar de verse muchas veces. Pero cesando el golpear de las espadas y todo el ruido por media hora, quedó de un sudor ardiente bañado el cuerpo en agua, y estando a su parecer satisfecho que ya no volverían, sintió que asiendo los dos extremos de la colcha y sábanas se las iban quitando poco a poco. Aquí fue notable su temor, pareciéndole que ya se le atrevían a la persona, pues le quitaban la defensa, y estando de esta suerte, vio entrar con un hacha un hombre, detrás del cual venían dos, el uno con una bacía grande de metal y el otro afilando un cuchillo. Erizáronsele los cabellos en esta sazón de tal suerte que le pareció que de cada uno de por sí le iban tirando. Quiso hablar y no pudo, pero cuando a él se acercaron, el que traía el hacha la mató de un soplo, y pensando que entonces le degollarían y que aquella bacía era para coger su sangre, fue a detener con las manos el cuchillo adonde le pareció que le había visto, y sintió que se las tragaron a un mismo tiempo. Dio un grito Pánfilo, y en este instante volviose a encender el hacha y vio que dos grandes perros se las tenían asidas. «Jesús», dijo turbado, a cuya voz se metieron debajo de la cama, y vuelta a matar la luz, sintió que le ponían la ropa como primero y que alzándole de la cabeza le acomodaban de mejores almohadas y le igualaban con grande aseo, curiosidad y regalo la sábana y colcha. Así le dejaron estar un rato, en el cual comenzó a rezar algunos versos de David de que se acordaba (si entonces se podía acordar de sí mismo), y recobrando aliento con alguna confianza de que habiéndole compuesto la cama le dejarían en ella, vio que los que debajo de ella se habían entrado la iban levantando por las espaldas con su persona encima hasta llegar al techo, donde, como temiese la caída, sintió que de las mismas tablas le asía una mano del brazo, y cayendo la cama al suelo con espantoso golpe quedó colgado en el aire de aquella mano, y que alrededor de la sala se habían abierto gran cantidad de ventanas, desde adonde le miraban muchos hombres y mujeres con notable risa y con algunos instrumentos le tiraban agua. Ardióse la cama en este punto y así la llama de ella le enjugaba, aunque con mayor miedo que al agua había tenido. Cesó la luz de aquel fuego, y tirándole de las piernas también le pareció que le faltaban y que había quedado el cuerpo tronco y sin ellas. Fuese a este tiempo alargando aquel brazo que le tenía asido hasta la cama, donde otra vez de nuevo le acostaron y le regalaron como primero. Descansaron estas vanas ilusiones cerca de una hora, después de la cual sintió que le asían las pobres alforjuelas en las que traía algunas prendas y papeles de Nise y las joyas de Flérida, y que se las llevaban arrastrando por la sala. ¿Quién creerá lo que digo? Levantose Pánfilo animoso a cobrarlas, y el valor que no tuvo para defender su persona le sobró para resistirlas. Salieron del aposento al huerto y como los siguiese, vio que por entre aquellos cipreses llegaban a una noria adonde las echaron y a ellos tras ellas. No quiso Pánfilo pasar más adelante, mas volviendo con valeroso esfuerzo por donde el ermitaño le había guiado, llamó a su aposento. Abriole el hombre, y viendo su color y desnudez le dijo: 
«Mala noche te habrán dado los huéspedes.» 
«Tan mala, dijo Pánfilo, que no he dormido y les dejo mi pobre hábito por paga de la posada.» 
Albergóle entonces en la suya aquel hombre lo mejor que pudo, y refiriéndole sucesos de otros esperaron la mañana.
Muchos que ignoran la calidad de los espíritus, su naturaleza y condiciones, tendrán esta historia mía por fábula, y así es bien que adviertan que hay algunos de quien se entiende que cayeron del ínfimo coro de los ángeles, los cuales, fuera de la pena esencial, que es la eterna privación de la vista de la divina esencia, llamada de los teólogos la pena del daño, la cual padecerán eternamente, respecto de su menos grave pecado padecen pocas penas y éstas son de tal naturaleza que pueden dañar y ofender poco, pero sólo toman placer en hacer algunos estrépitos y rumores de noche, burlas, juegos y otras cosas semejantes, los cuales son oídos y vistos de algunos, como se sabe de muchos lugares y casas, las cuales son turbadas de tales escándalos hechos de los demonios, echando piedras o molestando los hombres con golpes, encendiendo fuego o haciendo otras operaciones delusorias. Estas cosas hacen estos muchas veces porque no pueden ofender a los hombres de otra manera que con estos efectos ridículos e inútiles, constreñidos y ligados del infinito poder de Dios. Éstos se llaman en la lengua italiana foletos y en la española trasgos, de cuyos rumores, juegos y burlas cuenta Guillermo Totani, en su libro De Bello Demonum, algunos ejemplos, llamándolo espíritus de la menos noble jerarquía. Casiano escribe de aquellos que habitan en la Noruega, a quien el vulgo llama paganos, que ocupan los caminos, juegan y burlan a los que pasan por ellos de día y de noche. Michael Psello pone seis géneros de éstos: ígneos, aéreos, terrestres, acuátiles, subterráneos y lucífogos. En él se pueden ver sus propiedades. 
Jerónimo Menchi cuenta de un espíritu que agradado de un mancebo le servía y solicitaba en varias formas y hurtando dineros le pagaba algunas cosas que le agradaban; y sin éste pone otro muchos, sus daños, sus burlas, sus amores, sus vanas ilusiones y sus remedios.
La luz del día, amable e ilustre obra del Hacedor del cielo y única guía de los mortales, dio aviso a Pánfilo de que ya podía estar seguro de las malditas infestaciones de aquel espíritu, y despertando al hombre se levantaron entrambos y juntos se fueron por la huerta al aposento donde había dormido, y entrando en él a ver el estrago de la pasada noche, hallaron la cama y las demás cosas del aposento sin lesión alguna y a la ropa de Pánfilo en el mismo lugar donde la había puesto. Vistiose, corrido de que aquel hombre le tuviese por fabuloso y hombre de poco ánimo, le pidió licencia para irse, desde cuyos brazos tomó el camino de Guadalupe, sin osar volver la cabeza a aquella villa, donde prometió no volver en su vida por ningún acontecimiento, fuera de estar en ella su amada Nise.
                                                                                                                  

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