viernes, 2 de enero de 2015

La épica medieval (ciclo artúrico, cantares de gesta, poemas caballerescos)




            Durante la Edad Media (476-1453) hubo continuas luchas y cambios sociales. En Europa se instala el feudalismo, un régimen basado en la desigualdad. Con respecto a la cultura, solo los monjes en los monasterios custodian, reproducen y estudian los restos del antiguo saber, casi todos escritos en latín. Por otra parte, en esta etapa nacen las lenguas germánicas y románicas y se desarrollan las diversas literaturas nacionales.
            Debemos distinguir entre la literatura oral (cantares de gesta, lírica tradicional, representaciones teatrales) que surgen entre el pueblo y que se expresa en las lenguas romances; y la literatura escrita en esas lenguas románicas, a partir de los siglos XIV y XV, que permite que se consoliden las literaturas nacionales.
            Los géneros literarios son los mismos que existían en las literaturas clásicas (épico, lírico y dramático), pero reinventados.
            En la Edad Media, cada género se relaciona con uno de los estamentos en que está dividida la sociedad:
-         Los cantares de gesta recogen los ideales de la primitiva nobleza. Más tarde, al convertirse en nobleza cortesana, aparecerán los poemas caballerescos, que son relatos fantásticos que transmiten su idea del mundo y de la vida.
-         La iglesia optará por una literatura moral y religiosa.
-         La burguesía plasmará su espíritu práctico en relatos humorísticos y satíricos en prosa.
-         El pueblo llano creará cancioncillas líricas.
            Un rasgo que caracteriza la literatura medieval es la sustitución de los mitos por las leyendas a la hora de tomar temas y argumentos. Se combinan personajes y acontecimientos auténticos con otros que no lo son. Pero las leyendas no se refieren a tiempos primigenios y no intentan responder a los grandes interrogantes del ser humano. Formaron primero parte de la literatura oral y luego se adaptaron a la escrita en forma de poemas épicos, romances o relatos en prosa. Sus protagonistas podían ser héroes (como el Cid, Roldán o el rey Arturo) o santos.
            En la Edad Media europea se cultivan principalmente cuatro géneros literarios:
-         La poesía épica, con los cantares de gesta, que se basan en antiguas leyendas germanas, y los poemas caballerescos, que giran en torno a la corte del rey Arturo.
-         La poesía lírica, cuyas primeras manifestaciones son fruto de situaciones sociales concretas (como las jarchas mozárabes y las canciones provenzales).
-         El teatro, religioso o profano, que nacerá de las festividades religiosas de las ceremonias cristianas.
-         La narración (fábulas, apólogos, cuentos o ejemplos) que recogen tradiciones orientales principalmente.

            En esta época encontramos, dentro de la literatura épica, dos formas: los cantares de gesta y los poemas caballerescos.

Cantares de gesta

            Eran largos poemas que contaban hechos gloriosos del pasado. El pueblo, que no sabía leer, aprendía así la historia fabulada de su país y se enteraba de los acontecimientos más importantes. La transmisión oral, a cargo de los juglares, permitía añadir, quitar o reelaborar pasajes de acuerdo con el gusto del público. Cabe considerarlas, por tanto, creaciones colectivas. Sobre un fondo histórico, a veces muy leve, se sobreponía la ficción literaria.
            Los cantares de gesta más importantes son Los Nibelungos en Alemania, la Canción de Roldán en Francia, y el Cantar de Mío Cid en España. Todos ellos datan de entre los siglos XI a XIII.

Los Nibelungos

La leyenda de los Nibelungos y de Sigfrido es la creación más importante de la epopeya germánica, y, gracias a la ópera de Wagner, es universalmente conocida.
Sigfrido, invulnerable por haberse bañado en la sangre de un dragón (excepto en una parte de la espalda que le cubrió una hoja), se enamora de la princesa Crimilda. El rey Gunter, hermano de esta, le pide que le ayude a conquistar a la reina Brunilda, quien sometía a sus pretendientes a duras pruebas físicas. Sigfrido se hace invisible y ayuda a Gunter, que vence a Brunilda, por lo que acaban celebrándose las dos bodas. Años después, durante una discusión, Crimilda descubre a Brunilda el engaño de que fue objeto. Ella se venga haciendo que el guerrero Hagen hiera a Sigfrido en su punto vulnerable y lo mate. Años después, Gunter y Hagen visitan la corte de los hunos donde vive Crimilda, que se ha casado con Atila. Sufren una emboscada donde mueren varios guerreros. También Crimilda muere, tras decapitar a Gunter y Hagen.
Los núcleos originarios de esta leyenda derivan de tradiciones mitológicas, que adquirieron la primera forma literaria en edda (composiciones narrativas breves de carácter didáctico) creadas a partir del siglo VIII, transmitidas oralmente y escritas en el XII o el XIII. Esta labor, realizada en Islandia, Groenlandia y Noruega, se basa en temas legendarios sobre Sigfrido (Sigurdh en los textos nórdicos), y en leyendas sobre la figura de Gunter, trasunto del histórico Gundakar, rey burgundio que en 437 fue vencido por los hunos. Por otra parte, el tema legendario de Sigfrido es independiente en estas versiones del tema de los Nibelungos, y ambos se unirán por tener personajes y escenarios comunes.
Entre 1160 y 1170 esta leyenda es narrada en verso por un poeta austriaco que titula su poema La ruina de los Nibelungos, fase literaria intermedia entre los cantares de los edda y el Cantar de los Nibelungos. Este poema fue escrito entre los años 1200 y 1205, y es la reelaboración de la materia legendaria con unos nueve mil quinientos versos distribuidos en treinta y nueve cantos, estructurada para dotarla de unidad y homogeneidad y amoldada a los gustos refinados de las cortes, en la que se introducía la moda de los cantares de gesta, de las novelas y de la lírica románica.
Los Nibelungos desarrollan la trama con innovaciones. La más importante es la interpretación favorable de Atila y los hunos, presentados como pacíficos y justos, siendo así que el personaje de Crimilda corresponde, según una antiquísima tradición, a la histórica princesa Hildiko, la cual, para vengar a los germanos, se habría casado con Atila y lo habría asesinado en la noche de bodas. Por otro lado, en la antigua versión nórdica Sigfrido, antes de conocer a Gunter, había realizado un viaje a Islandia y había salido victorioso de las pruebas impuestas por Brunilda, lo que da más intensidad al posterior odio de esta.
El autor del Cantar de los Nibelungos combinó varias tradiciones, que fue amoldando a la estructura y ordenación del poema, donde el concepto de la venganza, personificado en Crimilda, adquiere un patetismo heroico y una implacabilidad obsesionante. Crimilda es, de hecho, la figura central del poema: delicada, tierna e ingenua en su juventud, mientras vive Sigfrido; brutal y sanguinaria en su madurez y empeñada en el duelo con Hagen, que no cesará hasta que ella colme sus deseos de venganza. Quien leyera escenas aisladas del principio y del final de los Nibelungos creería que se trata de dos figuras distintas; pero cuando se sigue el poema se advierte que el autor ha hecho que tal transformación sea natural, matizada con rasgos que justifican la evolución del carácter. La escena de la discusión entre Crimilda y Brunilda es un acierto en la captación de la psicología femenina.
El anónimo manifiesta su espíritu cortesano, y, a pesar de la sencillez de su estilo, su arte es refinado y culto, como indica la estrofa de cuatro versos largos con dos rimas, lo que da al poema una perfección y una regularidad formales que no encontramos en los cantares de gesta románicos.
El poema alemán fue objeto de nuevas adaptaciones en la Edad Media y en el Renacimiento, y su influjo se deja notar en algunos cantares de gesta franceses tardíos y en la leyenda castellana del cerco de Zamora, donde la muerte del rey don Sancho a manos de Bellido Dolfos parece inspirada en la de Sigfrido por Hagen. También influyó en Los siete infantes de Lara, que no se conserva.

Cantar de Roldán

La más antigua de las conservadas y la más bella de las gestas francesas es el Cantar de Roldán (la Chanson de Roland, nombre dado modernamente a la obra, sin título en el manuscrito original), que conocemos a partir de un texto de entre 1087 y 1095.
            Cuenta un ataque de los vascos a la retaguardia del ejército de Carlomagno en el valle pirenaico de Roncesvalles. El suceso histórico es del año 778, el Cantar de tres siglos después. Antes de este, circularon narraciones orales. La acción se estructura en cuatro partes: traición de Ganelón, derrota y muerte de Roldán, victoria de Carlomagno y castigo de Ganelón.
La gesta narra los acontecimientos históricos, pero deformados de tal manera que queda un relato profundamente novelizado, con exageraciones y personajes históricos que nada tuvieron que ver con la batalla de los Pirineos, y que da una visión inexacta de España y del mundo musulmán. Lo que fue una imprevisión estratégica se convierte en el drama de una pasión surgida de la pugna entre Roldán y su padrastro Ganelón, que condiciona la traición por parte de este; y vemos que el desastre militar es vengado en una batalla que a orillas del Ebro mantienen Carlomagno y el emir Baligán, señor feudal del reyezuelo de Zaragoza, que ha acudido desde Egipto para ayudarlo; vemos también que la traición es castigada tras un proceso y un combate judicial a que es sometido Ganelón, a quien se condena a morir descuartizado.
La deformación legendaria ya se hace patente en el proemio del Cantar, en que habla de Carlos como emperador. Carlos, rey de los francos, no fue emperador ni denominado Carlomagno hasta la coronación de las Navidades del año 800. Los errores de bulto vienen inmediatamente: Carlos no estuvo aquí siete años, sino tres meses; no conquistó toda España, sino que dominó pasajeramente la ruta de Roncesvalles-Pamplona-Tudela y Zaragoza, ciudad que no está en una montaña, sino en llano. Es incongruente que un rey moro se llame Marsilie (tomado del nombre latino Marcilius) y más que no ame a Dios (Alá). Se afirma que los moros adoran a ídolos, contra los preceptos del Corán, y se imagina una trinidad mahometana, en la que se cuentan la divinidad de la mitología latina Apolo y un inexplicable Tervagán. Este es el «tono» del Cantar de Roldán, donde el residuo histórico queda ahogado por la fantasía, aunque esto no supone una interpretación negativa del cantar francés. Tanto él como sus derivaciones, imitaciones y traducciones a otras lenguas ofrecieron a Europa una versión errónea de la expedición de Carlomagno y de lo que fue la reconquista española, y no faltaron, en la Edad Media, eruditos españoles que protestaran con acritud, así como leyendas, como la de Bernardo el Carpio, que opusieron otras fantasías «nacionalistas» a las fantasías francesas. Pero el Cantar de Roldán es una gesta de extraordinaria belleza.
Debemos recordar la elaboración de esta obra de arte. Hacia el año 1000 existía un primitivo Cantar de Roldán, tan divulgado y celebrado que en gran parte de la Europa románica aparecen parejas de hermanos llamados Roldán y Oliveros, lo que supone que sus familiares sentían entusiasmo por un relato en el que estos dos personajes eran admirados por su valor. Es posible que este primitivo Cantar de Roldán únicamente se divulgara mediante el recitado. Entre 1054 y 1076 un monje de San Millán de la Cogolla, en la Rioja, copiaba en un manuscrito una síntesis de un Cantar de Roldán en versión castellana; y el 14 de octubre de 1066, cuando en la batalla de Hastings Guillermo el Bastardo, duque de Normandía, vencía a los anglosajones, antes de iniciarse la acción un juglar llamado Taillefer entonó versos del Cantar de Roldán para enardecer a los que iban a luchar. Nada podemos saber del contenido, de la extensión ni del estilo de estas gestas sobre Roncesvalles que se conocían en la Rioja.
Los normandos establecidos en Inglaterra conservaron la gesta sobre Roncesvalles. Unos treinta años después de la conquista, un clérigo que se llamaba Turoldus llevó a cabo la refundición del Cantar de Roldán que hoy leemos según el manuscrito de Oxford. Turoldus no es el creador de la gesta, la recogió de la tradición y la redactó, la estructuró a su modo y le dio notas eruditas, como corresponde a un culto hombre de Iglesia. Turoldus refundió ente los años 1087 y 1095 el Cantar para proporcionar a los juglares de su entorno o a su servicio un libreto para que aprendieran una versión que suponía más bella y más moderna que la que cantó Taillefer al poner los pies en tierra inglesa y la hicieran conocer mediante el recitado o el canto.
En el Cantar de Roldán se considera magnífico el trazado de los personajes. La ordenación episódica del Cantar obedece a una simetría calculada, ya que unas partes de la gesta corresponden equilibradamente a otras. Los jerarquizados conceptos feudales contribuyeron al logro de esta armónica estructura. El público medieval comprendía que al ser muerto Roldán en Roncesvalles, a consecuencia de una traición y luchando contra el reyezuelo sarraceno de Zaragoza, no podía vengarlo en él Carlomagno, jefe supremo de la Cristiandad, sino que tenia que hacerlo en Baligán, emir de todos los sarracenos, único ser en la tierra digno de oponerse al emperador. De ahí el episodio de Baligán, en el cual el emperador cristiano lucha contra el emir y lo vence, porque tiene la razón de su parte, y la lucha entre ambos es un combate judicial, en el cual Dios da la victoria al que defiende lo justo, concepto definido con un verso lapidario: «La injusticia es de los paganos y de los cristianos la razón.».
El juglar está compenetrado con estas ideas de jerarquía feudal y acepta la manifestación de la justicia por medios sobrenaturales, lo que le sirve para conseguir inspirar a los caballeros que puedan oír sus versos el afán de combatir contra los enemigos de la fe, en la confianza de que, siendo la causa justa, Dios la hará suya.
Los personajes que intervienen en el Cantar de Roldán constituyen una gran comparsería de guerreros de ambos bandos, a veces de aparición fugaz. La gesta menciona a cincuenta y seis personajes cristianos y a cincuenta y seis personajes sarracenos, lo que supone cierta intención de proporcionalidad. Carlomagno aparece muy anciano (los paganos, exageradamente, creen que tiene más de doscientos años), de larga barba blanca que se mesa al reflexionar, de cuerpo muy vigoroso y de porte altivo, y Dios lo protege como el señor a su vasallo, y lo auxilia y aconseja en momento de peligro o de vacilación por medio del arcángel San Gabriel. Es poco locuaz, medita sus decisiones y ama tiernamente a los que componen su consejo. Su hieratismo se quiebra cuando, al final del cantar, tras siete años de campaña militar en España, de haber derrotado a las fuerzas de Baligán y de haber castigado a Ganelón, y al disponerse a gozar de reposo en su palacio de Aquisgrán, se le aparece San Gabriel y le ordena que reúna nuevamente sus huestes y parta a defender a un rey cristiano que está sitiado por los musulmanes. Y el cantar se acaba así: «El emperador no quisiera ir: "¡Dios!, -dijo el rey-, ¡qué trabajosa es mi vida!" Sus ojos lloran, tira de su barba blanca.» El Cantar de Roldán cierra la acción con un verso que recuerda el primero conservado del Cantar del Cid: «De los sus ojos tan fuertemientre llorando», aplicado a Ruy Diaz de Vivar.
Roldán es un personaje maravillosamente pintado. Nadie lo supera en valentía ni en fuerza física, pero es temerario: ama el peligro, y en él perece. Su testarudez al negarse a sonar el olifante para pedir auxilio a la hueste de Carlomagno, cuando se ve atacado por fuerzas superiores, parece una fanfarronada. Pero ello procede de su orgullo, pues le parecería vergonzoso pedir socorro, lo que cree que supondría deshonor para él, para su linaje e incluso para Francia. Sabiendo que él y todos los suyos han de morir, lucha y al final hace sonar el olifante para que acuda Carlomagno y, hallando muertos a él y a sus compañeros, sea testigo de su heroísmo. Roldán es un muchacho belicoso, altivo, que interrumpe los consejos imperiales con bravatas y carcajadas y que comete actos de indisciplina militar, como cuando conquistó Nobles sin autorización del emperador. El acierto del Cantar de Roldán es no haber presentado a su héroe como un dechado de virtudes o un paradigma de la caballería, sino como un ser desmesurado y cuyas fanfarronadas son expuestas con simpatía.
Oliveros es el contraste o complemento de Roldán. Es valiente y fuerte, pero es disciplinado, discreto y prudente, y su mayor virtud es la mesura. En los diálogos entre ellos, en plena batalla, unas veces discutiendo, otras animándose y preparándose para morir, hallamos las escenas más emocionantes de la gesta.
El traidor Ganelón, padrastro de Roldán, es una figura acertadamente diseñada. No es un personaje repugnante y dechado de todos los defectos y vicios, como lo presentaría una concepción más popular. La gesta hace de él un hombre de gran prestancia física y que viste con elegancia. Tiene un corazón tierno (como le reprocha Carlomagno), y se acuerda con afecto y dulzura de su mujer y de su hijo, que han quedado en Francia (esta es una nota sentimental que no se advierte en ningún otro guerrero franco). Pero Ganelón es ofendido por los desplantes de Roldán y se propone vengarse. El afán de venganza y el odio a su hijastro llevan a Ganelón a la traición al confabularse con los moros de Zaragoza. Acepta presentes del enemigo y trama la perdición de la retaguardia franca para satisfacer sus deseos de venganza. En el juicio de Aquisgrán sostiene que lo que ha hecho es vengarse de las injurias de Roldán, pero que no ha cometido traición, de modo que los jueces fallan que no encuentran culpa en él. Es preciso que Terrin de Anjou, paladín de la memoria de Roldán, venza en un juicio de Dios a Pinabel de Sorenza, pariente y paladín de Ganelón, para que se demuestre que este fue un traidor y sea condenado y descuartizado.
Entre los grandes guerreros es notable el arzobispo Turpin, clérigo matamoros, valiente, animoso y decidido, que pelea como un león en Roncesvalles y da a sus compañeros ánimos y esperanza en la salvación de sus almas. Cuando absuelve colectivamente a los guerreros que van a combatir con los mahometanos les impone la penitencia de golpear. Muerto por el enemigo, presentado con las entrañas que le salen del vientre y los sesos que se le derraman por la frente, el cantar llama la atención sobre las bellas y blancas manos del arzobispo, que saben manejar la espada y la lanza, pero que consagran y bendicen.
El mundo femenino tiene pocas pero muy emotivas notas. Un personaje visto con simpatía es la reina mora Bramimonda, mujer de Marsil, reyezuelo de Zaragoza. Durante los preparativos de la acción guerrera y después de esta anima a su marido y es para él una buena consejera. Cuando Carlomagno entra en Zaragoza y obliga a los moros a convertirse al cristianismo so pena de ser ahorcados, simpatiza con Bramimonda y se la lleva a Francia para que se convierta; en efecto, después de haber recibido preparación cristiana, la reina mora es bautizada y recibe el nombre de Juliana.
La hermosa Alda tiene una fugaz y sobria aparición en el Cantar de Roldán. Es la hermana de Oliveros y novia de Roldán, y cuando la hueste ha regresado a Francia cae muerta fulminada al enterarse de que el héroe ha perecido en Roncesvalles. Todo el dramatismo del episodio se expresa en dos sobrias estrofas.
Con respecto al estilo del Cantar, los momentos de mayor dramatismo son expresados con concisión. La sencillez en la expresión es la principal característica de la gesta, porque logra evitar la ampulosidad y el prosaísmo. Los versos aparecen despojados de ornato; las frases son breves y tajantes, y el vocabulario es preciso y determinante. Evita el lenguaje figurado. Las comparaciones no son frecuentes, y se reducen a uno o dos versos o a una sencilla adjetivación, y la frase sintáctica suele ser paralela a la rítmica.
Las repeticiones, los paralelismos y el recurso de las series gemelas dan al Cantar de Roldán, en sus episodios culminantes, un singular estilo iterativo, que se convertirá en una característica del estilo épico románico. Las series gemelas suponen que siempre variando la asonancia, en una estrofa o serie de versos, se repite lo que se ha narrado en la anterior con expresiones iguales o similares en varios momentos, de modo que el auditor percibe lo mismo otra vez. En episodios de gran dramatismo, con las series gemelas la acción queda detenida y la narración se reitera como si fuera contemplada desde otro ángulo.
Debemos recordar que el Cantar de Roldán ha influido en obras literarias de diferentes tipos y lenguajes. En la segunda mitad del siglo XII fue objeto, en francés, de una transposición a la rima consonante y de ampliaciones, y antes fue adaptado al provenzal en el cantar llamado Rencesvals, con episodios y personajes nuevos, que recogía la leyenda que suponía que Roldán era hijo incestuoso de Carlomagno y su hermana Gisla. Hacia 1140 un relato similar a la gesta aparece en una crónica latina inserta en el Libro de Santiago; y alrededor de 1170 un clérigo bávaro llamado Konrad traducía el cantar al alemán en verso. Del siglo XIII es el Roncesvalles navarro. En Italia aparecen las versiones originales y renacentistas que ofrecen los Orlandos de Boiardo y de Ariosto.

Cantar de Mío Cid

Solo ha llegado hasta nosotros una exigua manifestación de la épica medieval española: el Cantar del Cid y los cien versos del fragmento del Roncesvalles en su forma genuina, a lo que podemos añadir el tardío Rodrigo, la refundición culta del dedicado a Fernán González y fragmentos del que versa sobre Los siete infantes de Lara, aislados en la prosa de Alfonso X el Sabio.
Rodrigo Díaz de Vivar, personaje histórico sobre cuya vida y hechos existe amplia documentación, fue tan famoso en vida por sus hazañas que, poco antes de morir, en 1098, un monje del monasterio de Ripoll, para conmemorar la boda de su hija María Rodríguez con el conde Ramón Berenguer III de Barcelona, compuso una poesía en versos sáficos latinos en la que empieza afirmando que muchos son los que han cantado a Paris, a Pirro y Eneas, pero que él se propone cantar a Rodrigo, héroe moderno. Ya desde finales de su existencia, Rodrigo Díaz de Vivar, llamado el Cid (en árabe «el señor»), era considerado un héroe que las personas cultivadas no dudaban en parangonar con Eneas.
En 1099, cuando Rodrigo Díaz de Vivar moría en Valencia, ya existía el texto del Cantar de Roldán firmado por Turoldus, y hacía treinta años que la leyenda de Roncesvalles era conocida en España. El Cid, héroe épico, oyó de boca de juglares cantares de gesta parecidos a aquellos que luego narraron sus propias hazañas, y hablaba el romance castellano en un punto de evolución próximo al del Cantar del Cid.
Hay en el Cantar de Mío Cid algo singular en la epopeya tradicional y rarísimo en la románica: la gran proximidad entre la existencia del héroe y la aparición de su gesta. Rodrigo Díaz de Vivar es el más moderno de los héroes épicos de las literaturas neolatinas, de ahí el carácter inmediato y real del Cantar del Cid, en el que un momento de la historia española de fines del siglo XI se transfigura en poesía épica, sin que cedan en sus principios fundamentales ni la historia ni la poesía, que se combinan y armonizan de modo singular. Es una gesta especial en la epopeya románica, pues los acontecimientos que constituyen su trama narrativa y los personajes que aparecen acaecieron y vivieron en este mundo cuando ya existía y se divulgaba una epopeya similar a la que generaron. Si existe algún ejemplo claro de que la poesía heroica nace al calor de los hechos, este es el Cantar del Cid, cuyos versos pudieron ser escuchados por ancianos que en su mocedad conocieron al héroe en persona.
El Cantar del Cid se fue transmitiendo en diversas versiones y refundiciones. Una de estas se conserva en un manuscrito juglaresco del siglo XIV, que transcribe una copia que en 1207 verificó un amanuense llamado Per Abbat, que no es autor del cantar ni de ninguna de sus versiones. Las crónicas generales castellanas prosifican diversos estados del cantar en la tradición juglaresca. El contenido de nuestra epopeya fue considerado un testimonio histórico digno de crédito. Todo ello revela la gran vitalidad del Cantar del Cid, que, hasta el siglo XIV, perduró en arreglos y refundiciones en verso, recitado y leído en público por juglares y aprovechado, prosificándolo, por redactores de obras históricas.
La mayor parte de la biografía de Rodrigo Díaz de Vivar está ausente del Cantar, que la da como sabida y conocida, así como su juvenil intervención en la batalla de Graus; su mocedad como alférez de Castilla; su victoria sobre Jimeno Garcés, que le valió el dictado de Campidoctor, o «campeador»; su campaña contra Zaragoza; sus batallas a favor de Sancho de Castilla contra Alfonso de León; su participación en el cerco de Zamora, y su intervención en la jura de Santa Gadea, episodios que no aparecen en el cantar porque ya existían otras gestas en las que el Cid desempeñaba un papel decisivo. El Cantar del Cid ni siquiera alude a estos hechos
El Cantar del Cid ha tomado una parte de la biografía de este personaje correspondiente al final de su vida, acontecimientos ocurridos entre 1081 y 1094, y los ha convertido en gesta. El Cid entra en escena cuando sobre él han caído la desgracia y la miseria: en el destierro injusto impuesto por el rey don Alfonso, aquel contra el cual el mismo Cid había luchado años atrás y al que ahora se proponía servir lealmente. El dramatismo del principio del cantar lo advierte en toda su intensidad el que sabe que el desterrado Rodrigo Díaz de Vivar cuenta con un historial lleno de hazañas y de victorias, y que años atrás venció a aquel mismo rey Alfonso que ahora lo expulsa de los límites de sus reinos. El Cid, con un puñado de fieles, tiene que luchar contra moros y cristianos; pero, como es un héroe épico, su desdicha se trueca en triunfo y su miseria en poderío, lo que culmina con la conquista de Valencia, que pone a castellanos, por vez primera, frente al Mediterráneo. En plena gloria militar, y apaciguadas las relaciones con el rey, la desgracia cae de nuevo sobre el Cid en la deshonra de sus hijas por parte de los infantes de Carrión. El cantar ha matizado antes la ternura familiar del Cid, su amor a su mujer y a sus hijas, a fin de que se pueda medir mejor la nueva desgracia del guerrero, herido en lo que más vale, el honor, y en lo que más quiere, sus hijas. Al final, su actitud en las cortes de Toledo y la victoria en combate singular que Dios otorga a su causa, porque es justa, dan el necesario y cumplido final feliz al cantar, que acaba resaltando que las hijas del Cid, antes denostadas por los infantes castellanos, ahora son «señoras de Navarra y de Aragón», y hoy, cuando el juglar recita, «los reyes d'España vos parientes son».
El Cantar del Cid narra las campañas de Rodrigo Díaz de Vivar y su mayor empeño se manifiesta en la conquista de Valencia, que queda como corte del guerrero. Parte de la trama se centra en las bodas de las dos hijas, menospreciadas y envilecidas primero por los infantes castellanos, honradas y encumbradas después cuando son pedidas «por seer reinas de Navarra e de Aragón». Estas segundas bodas honran al Cid.
Sobre la historicidad del Cantar se mantienen opiniones contradictorias, y se han querido oponer los conceptos de «poema épico» y «crónica rimada». Hay que tener en cuenta que los juglares que divulgaban el Cantar del Cid no disponían de la libertad de que disfrutaban los que divulgaban el Cantar de Roldán. Los que difundían la versión firmada por Turoldus trabajaban en el norte de Francia o en la Inglaterra normanda del siglo XI, distanciados ochocientos kilómetros y trescientos años del lugar y de la fecha de la batalla de Roncesvalles. La lejanía y la antigüedad les permitían describir una España fantástica, con una geografía en parte irreal y ficticia, y unos acontecimientos opuestos a la verdad histórica. Este alejamiento en el espacio y en el tiempo hizo posible que el Cantar de Roldán se difundiera profusamente sin que el auditorio se escandalizara ante sus dislates. El Cantar del Cid, que se escuchaba en el siglo inmediato al que vivió el guerrero, y que hace transcurrir la acción por las mismas tierras por donde lo divulgaban los juglares, no podía inventar ni la historia ni la geografía si pretendía ser escuchado con atención y seriedad. Los sarracenos del Cantar de Roldán, llamados con frecuencia e impropiamente «paganos», no creen en Dios, adoran una trinidad de raros ídolos, y llevan nombres pintorescos, ya que ni los juglares que cantaban la gesta francesa ni el público que la escuchaba tenían ni idea de la sociedad musulmana. Los moros que figuran en el Cantar del Cid, unos enemigos de los cristianos, otros amigos, son como eran los que todo español de los siglos XI y XII estaba acostumbrado a ver y a tratar, y se llaman Yúçef, Fáriz, Galve, Abengalbón, como cualquier moro de veras. La mayoría de los personajes, tanto cristianos como moros, que aparecen en el Cantar del Cid no solo son rigurosamente históricos, sino que actuaron y se desenvolvieron como narran los versos. No se interfieren en la acción seres fabulosos ni personas que vivieron en otras épocas, como ocurre en el Roldán al hacer intervenir en Roncesvalles a Ogíer de Dinamarca, que murió años antes de darse la batalla, o a Ricardo de Normandía y a Godofredo de Anjou, que vivieron uno y dos siglos más tarde. Estas incongruencias históricas serian inexplicables e intolerables en el Cantar del Cid.
Pero el Cantar del Cid no es una crónica rimada. El refundidor que lo ha estructurado ha escogido un momento de la biografía de Rodrigo Díaz de Vivar que no podía ni deformar demasiado ni fantasear exageradamente para convertirlo en una gesta; y ha actuado como «poeta» y no como «historiador», pues busca suscitar emociones en el público e informarlo «popularmente» de cosas que los doctos podían leer en libros en latín. La epopeya es la historia popular, y por eso el Cantar del Cid dramatiza la acción contrastando la miseria del destierro con la opulencia de la conquista de Valencia, la gloria del Cid victorioso con la amargura de un padre afrentado en la deshonra de sus hijas.
Pero la intencionalidad artística obliga al Cantar del Cid a amoldar la realidad histórica a una eficacia artística y expresiva; y así reduce a uno los dos destierros del protagonista, y a uno los dos apresamientos del conde de Barcelona; inventa el episodio de los judíos y las arcas de arena, así como el episodio del león escapado de la jaula (útil para mostrar la cobardía de los infantes de Carrión), y posiblemente el de la afrenta del robledo de Corpes. Que en el Cantar del Cid se intercalen episodios de pura invención o tomados de elementos folklóricos no mengua el mérito literario de la gesta, que se abstiene de aceptar todo lo que pueda rozar lo maravilloso o inverosímil, y esto último separa el cantar castellano de la mayoría de los franceses, ya que incluso en el de Roldán hay notas de tipo sobrenatural (como es el sol parado para que Carlomagno pueda derrotar a los sarracenos antes de que anochezca). Los elementos no históricos que se encuentran en el Cantar del Cid no dañan la verdad histórica, ni están en contradicción con la realidad ni el ambiente social, pero contribuyen a darle el peculiar estilo de epopeya.
Lo épico, en el Cantar del Cid, no hay que buscarlo solo en las descripciones realistas de batallas y combates y los movimientos del lidiar caballeresco, sino también en lo íntimo, familiar, cotidiano, y que a veces puede perderse en la insignificancia, como la despedida del guerrero de su mujer y sus hijas, su mirada a la catedral de Burgos, los diálogos con sus compañeros de armas, el detalle fugaz que ha sido inventado para transmitir una emoción al auditorio, no tendría lugar ni sentido en un libro que tuviera exclusivamente un propósito de información histórica.
Se ha discutido el problema de la unidad del Cantar del Cid, pues hay quienes la niegan y quienes la defienden. Es preciso no dejarse desorientar por nuestros conceptos de estructura de la obra literaria escrita para ser leída, que supone un autor que puede corregirse y revisarse y un lector que puede releer, volver atrás y saltarse lo que le aburra. El Cantar del Cid ha de mantener siempre tensa la atención del auditorio y ha de suscitar el interés de aquel que se incorpora al corro de los oyentes en pleno recitado. En el cantar de gesta genuino no hay suspenso: el auditor que ha llegado tarde sabe quién es el Cid, que estaba enemistado con el rey de Castilla, que este lo desterró, que el guerrero conquistó Valencia y que recobró la gracia de su señor. Lo que el auditor ignora son los elementos imaginados, como la afrenta de Corpes, episodio que mueven la curiosidad y la intriga. La unidad narrativa del Cantar del Cid se ve acrecentada por los dos hilos de la trama que unen los versos: el de la trama fiel a la historia y el de la trama fiel a la fantasía. El primer hilo de la trama lo constituye el problema del Cid ante el rey: destierro, victorias del desterrado, presentes al monarca y reconciliación con este. El segundo lo constituye el drama de sus hijas: las bodas con los infantes, la afrenta de Corpes y el castigo de los de Carrión. Ambos hilos se enlazan hábilmente, pues del primero deriva el segundo (el rey Alfonso, para reforzar su afecto al Cid, propone las bodas con los infantes de Carrión), y el conjunto queda equilibrado.
De todo esto nos podemos dar cuenta leyendo el Cantar del Cid, que tuvo por finalidad ser escuchado en tres sesiones, denominadas «cantares». El verso 2276 dice: «Las coplas deste cantar aquí's van acabando»; termina el segundo, el de las bodas, y en seguida empieza el tercer cantar, el de Corpes.
La variedad es necesaria en toda gesta; y así vemos que en el Cantar del Cid el paisaje y las incidencias dan a la epopeya aspectos diversos: la desolación del destierro, el empuje de los combates, el dramatismo de la afrenta de Corpes o el aparato jurídico de las cortes de Toledo, que ofrecen eficaces contrastes.
La primera impresión que produce el estilo del Cantar del Cid es que nos hallamos ante unos materiales algo informes que parece que esperan una definitiva elaboración, impresión que acrecienta la métrica de las gestas castellanas, en las que el cómputo de las sílabas del verso es vario y libre. Un verso que parece exigir una difusión recitada y no cantada, pide especiales dotes en los juglares, que deberían suplir la regular cadencia que produce una métrica uniforme mediante el matizado de la voz, la rapidez en las escenas que la aconsejan, los cambios de voz en el diálogo y la solemnidad de entonación para destacar los versos clave. El juglar tenía que ser muy diestro al recitar un texto en que los parlamentos a veces no son introducidos con el verbo dicendi y ello obliga a inflexiones de la voz, para dar sentido a oraciones que van unidas sin partículas y dejan los versos aparentemente sin enlace ni soldadura.
En el Cantar del Cid aparece el recurso juglaresco de las series gemelas, un recurso intencionado y eficaz, por ejemplo cuando el Cid envía mensajeros a los reinos cristianos para reunir combatientes que quieran acudir al cerco de Valencia. El cambio de enfoque ofrece muchas posibilidades a un buen juglar, que abandona su tono normal narrativo para sacudir la atención del auditorio con versos de estilo de «pregonera».
Hay un intencionado arte en la individualización de los personajes que pueblan el cantar. Dejando aparte las figuras más destacadas, como las del Cid, doña Jimena, los infantes de Carrión, también quedan perfectamente retratados Álvar Fáñez, valeroso y prudente; Pero Bermúdez, impetuoso y tartamudo; Martín Antolínez, hábil en la treta con que engaña a los judíos; Félez Muñoz, sobrino del Cid y que recoge a sus primas después de la afrenta de Corpes, etc. Hasta el más pequeño detalle, el gesto, la indumentaria, aparece para causar un determinado efecto.
La originalidad del Cantar del Cid no queda menoscabada por sus paralelismos con la épica románica europea y con los cantares de gesta franceses. Seria lógico, ya que la épica francesa se había divulgado por toda la Europa cristiana y se conocía muy bien en España antes de que nacieran las primitivas versiones de la gesta castellana. Por ejemplo, el tan conocido y tantas veces citado verso 20 del Cantar del Cid (¡Dios, qué buen vassallo si oviesse buen señor!), lo encontramos en el Cantar de Roldán del manuscrito de Oxford (Deus! quel baron s'oüst chresfientet! (verso 3164)).

Poemas caballerescos

            A mediados del siglo XII triunfa en Francia un tipo de narraciones cultas en verso llamadas roman courtois (novelas cortesanas), que pronto serían traducidas a todas las lenguas cultas europeas. Los autores fueron enlazando unos relatos con otros y redactándolos en prosa, con lo que fue configurándose un tipo de relato de aventuras (novelas de caballerías), que llegarán hasta el siglo XVII. El protagonista es un caballero que se enfrenta a grandes peligros para lograr la fama, la perfección moral y el amor de su dama. Estos poemas caballerescos se diferencian de los cantares de gesta en varios rasgos:
            - Sus héroes no acaudillan grandes ejércitos, sino que actúan individualmente y por motivos personales.
            - La mujer es una pieza fundamental en el desarrollo de la acción.
            - Son obras cultas, destinadas a la lectura y no a la recitación.
            Los poemas caballerescos pueden agruparse en tres ciclos, según su argumento: el ciclo clásico, en el que se narran las aventuras de Alejandro Magno y sus caballeros o de otros héroes grecolatinos y cuyo héroe es Alejandro Magno; el ciclo carolingio, con las aventuras de Carlomagno y los doce pares de Francia y cuyo héroe es Carlomagno; y finalmente el llamado ciclo bretón, en el que los argumentos giran en torno a esa región francesa, o ciclo del rey Artús, porque sus protagonistas (los caballeros de la Tabla redonda) pertenecen a la corte de este rey fabuloso que debió vivir en el siglo V o VI. El autor más destacado fue Chrétien de Troyes (hacia 1135- hacia 1183), que elaboró uniendo fuentes célticas el mundo artúrico en sus obras en verso, fechadas en los años 70 y 80 del siglo XII.
            La materia de Bretaña consta de varios núcleos temáticos legendarios entrelazados, entre los que destacan:
- los amores de Lanzarote con la reina Ginebra (esposa del rey Arturo): en Lanzarote o el caballero de la carreta se cuenta el ciego y trágico amor que siente Lanzarote por Ginebra, que ha sido secuestrada y trata de rescatarla. Es una reivindicación del amor trágico frente a los valores del matrimonio y la caballería.
- los amores de Tristán e Iseo o Isolda: de autor desconocido es Tristán e Iseo, una obra de mediados del siglo XII, hoy perdida, que tiene como asunto los amores adúlteros de Tristán e Iseo la rubia, esposa del rey Marc de Cornualles, tío de aquel. El amor surge contra la voluntad de los amantes, por efecto de un hechizo. Se presenta como una pasión irracional, de ahí que triunfara en el Romanticismo. El éxito de la historia persistió hasta el siglo XX.
- la búsqueda del santo Grial (el cáliz de la última cena, en que José de Arimatea recogió la sangre de Cristo en la cruz): Perceval o el cuento del Grial versa sobre este tópico caballeresco.
El llamado ciclo artúrico se inicia con la obra de Geoffrey de Monmouth, escrita en latín en 1136, Historia regum Britaniae, de enorme éxito en su tiempo. Fue traducida al francés por el normando Wace bajo el título de Geste des Bretons o Roman de Brut. El gran éxito de esta materia se debió a la elaboración que realizó, uniendo fuentes célticas, Chrétien de Troyes. Él es el autor del mundo artúrico en sus obras en verso del siglo XII.
En el siglo XIII se produce el paso a la prosa y se muestra una tendencia a agrupar las novelas en ciclos. Aquí destaca la Vulgata artúrica de Robert de Boron que tuvo cinco partes: Historia del Grial, Merlín, Lancelot, Búsqueda del Grial y Muerte de Arturo.
Las principales características de las novelas del ciclo Artúrico se explican por ser un género literario nacido en las cortes medievales para un público cortesano. Los autores utilizarán los relatos mitológicos celtas para crear textos donde desarrollar su imaginación literaria (el roman courtois aparece como un género que será el precedente de la novela moderna, ya que es el primero que se libera de la historicidad de la épica y de los relatos hagiográficos del Mester de Clerecía):
- Se trata de una estructura cerrada: siguen un modelo que evoluciona, pero sin cambiar.
- Los personajes son planos y fijos: el rey, los caballeros y las damas. El rey prototipo es Arturo, caracterizado como generoso, valiente y cortés. Está por encima de todos y su corte es un marco que envuelve las aventuras de los caballeros: Lanzarote, Ivain, etc. El caballero se mueve por afán de gloria personal y para conquistar el amor de su dama. Está idealizado: es valeroso, magnánimo, leal y abnegado.
- El tiempo y el espacio son irreales, pasados: se sitúan en una lejana edad dorada, en un paisaje celta o imaginario.
- Es un amor caballeresco que, dentro del amor cortés, exige recompensa por parte de la dama, llegando al adulterio si la dama es casada.
- Aparecen elementos maravillosos: magia, personajes mitológicos, etc.
- El lenguaje es arcaico, producto de la nostalgia medieval.

            La literatura del ciclo artúrico pervivió en España en los romances del ciclo bretón (aunque dentro de los ciclos temáticos del romancero son los menos abundantes, quizás por sus elementos simbólicos o fantásticos). En el siglo XIX Wagner resucitó esta temática en óperas como Tristán e Isolda y Parsifal. Y en el siglo XX el cine ha llevado a la pantalla estas aventuras.

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